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Siete meses después

La Copa de Melbourne, la famosa carrera de caballos que paralizaba al país el primer martes de Noviembre, ocupaba la atención de todos los ciudadanos de Australia durante los tres minutos que duraba.

Las rosas del circuito de Flemington habían florecido del todo, el tiempo era fantástico, un día de sol, y todo el mundo parecía estar muy alegre. Los espectadores, vestidos con locos disfraces como era tradicional, hacían un divertido contraste con el grupo de invitados en las lujosas carpas reservadas para la alta sociedad, todos ellos ataviados de arriba abajo con ropa de diseño.

Jennie y Lisa estaban como invitadas en una carpa llena de caras famosas propiedad de uno de los empresarios australianos más influyentes. Incluso había una esteticista y un modisto a mano para solucionar cualquier incidente que pudiesen tener los invitados. No se permitía que nada estropease el día en aquel lugar reservado para «la gente guapa». Entre los que estaban ellas.

Se habían convertido en una pareja durante esos meses y los cotilleos que despertaba su presencia al principio habían dejado de molestarlas. Que estuvieran juntas no evitaba que otras mujeres intentasen llamar la atención de Lisa, pero eran inmediatamente decepcionadas. Eso hacía pensar a Jennie que tenía una relación sólida con ella, aunque Lisa nunca hablaba de matrimonio.

En realidad, nunca hablaba del futuro salvo para decir cuándo iban a volver a verse. Y tampoco decía nunca que la amaba. Lisa vivía en Sídney mientras ella vivía en Yarramalong.

A menudo deseaba estar más tiempo con ella, pero luego se decía a sí misma que lo que había entre ellas era estupendo, que era feliz. No podía imaginarse con otra persona. Incluso Rosé había acabado aceptándolas como pareja, aunque a veces comentaba que Jennie lo ponía todo en aquella relación porque siempre estaba allí, esperándola, mientras Lisa iba a verla sólo cuando le convenía.

Era cierto, pero no tenía sentido discutir el acuerdo. Lisa había dejado claros los términos de la relación desde el principio y ella los había aceptado. Si algo tenía que cambiar, el cambio debía partir de Lisa.

Pero tendrían que hablar sobre el futuro de la finca. El contrato de un año terminaría pronto y Jennie debía saber qué iba a pasar, no sólo para decidir qué iba a hacer con su futuro, sino por los empleados.

Pero aquél era un día de fiesta. No era momento para preocuparse por esas cosas, se dijo.

Lo estaba pasando de maravilla hasta que su madre entró en la carpa del brazo de su flamante marido, el millonario Clifford Byrne, un neozelandés de setenta y dos años con el que se había casado recientemente en Las Vegas, una boda rápida sin invitados ni familiares que, sin duda, habría organizado la viuda de sir Marxo.

Los dos parecían muy contentos, la esposa cubierta de diamantes, el marido, ya casi un anciano, con traje oscuro y sombrero de copa, sonriendo con su esposa trofeo del brazo. Jennie deseó que se hubieran ido a otra carpa.

En cuanto viese a Lisa, su madre querría restregarle su victoria. Y en cuanto a su desleal hija… seguramente también tendría algo que decir sobre eso.

Pero Christine no se enfrentó directamente con Lisa, esperando hasta que ella se alejó un momento para pedir dos copas de champán en la barra. Después de decirle algo a su marido al oído, se acercó a Jennie con gesto malicioso.

—Pero si es la hija pródiga…

—Me alegra ver que estás tan guapa, madre. Y enhorabuena por tu boda. Evidentemente, te ha sentado muy bien.

—Esta vez me he asegurado de que no van a dejarme en la calle. Clifford me pasa una pensión de por vida. Mucho más de cien mil dólares al año —dijo ella, burlona— Aunque eso pronto terminará para ti. Y no me digas que Lalisa Manoban no ha sacado provecho a su dinero —siguió su madre— Incluso le has dado la satisfacción de mostrar en público que eres su amante y nada más. Venir a la Copa de Melbourne de su brazo…

WeekendsWhere stories live. Discover now