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—Soy Lalisa Manoban, la hija de Marco Manoban—le dijo al hombre que había al otro lado de la verja, pensando en la ironía de que se cuestionara su identidad.

—No sabía que tuviera otra hija —murmuró el guardia de seguridad, mirándola con el ceño fruncido— Y usted tiene acento norteamericano.

Nada sorprendente ya que Lisa había vivido en Texas durante casi toda su vida. Pero había nacido en Australia y vivió allí hasta los siete años.

Ahora, a los veinte años, era una mujer; una mujer que empezaba a tener éxito en los negocios, pensó satisfecha. Y dispuesta a ocupar el sitio que le correspondía en la casa de su padre.

—Llame a la casa y pregunte.

Mientras el guardia de seguridad lo hacía, usando un teléfono móvil que llevaba en el cinturón, Lisa admiró la amplia avenida flanqueada por arces que llevaba hasta una enorme casa sobre la colina.

Estaban en primavera y las nuevas hojas de los árboles eran de un verde brillante a la luz del atardecer. Todo el valle era verde, la mejor finca de la zona.

Nada más que lo mejor para la segunda familia de su padre.

La casa estaba pintada de blanco, las vallas eran blancas. Todo en perfecto estado. Lo cual, por supuesto, costaba una fortuna. Aunque era de esperar en el propietario de una empresa de transportes que incluía una línea de vuelos domésticos.

Lo único que Lisa había recibido de él eran tarjetas de cumpleaños y de Navidad, probablemente enviadas por su secretaria, y un par de días en un lujoso hotel de Las Vegas cuando su padre iba por allí en viaje de negocios; una vez cuando tenía doce años y otra a los dieciocho.

Recordaba que la última vez le preguntó:

—¿Qué piensas hacer con tu vida, hija? —Como si eso no tuviera nada que ver con Marco Manoban.

Aun así, Lisa le había preguntado, esperanzada:

—¿Me estás ofreciendo una oportunidad?"

—No. Ábrete camino por ti sola, como hice yo. Si tienes valor para hacerlo te respetaré.

El reto se la había comido por dentro desde entonces.

Su padre era un millonario que empezó sin nada y había terminado levantando un imperio. Pero, mirando la prueba de esa riqueza, riqueza gastada generosamente con su segunda esposa y sus dos hijas adoptadas, Lisa no podía sentir respeto por él.

¿Qué clase de hombre se olvidaba de su hija y se lo daba todo a un par de niñas que su segunda mujer había deseado y adquirido? ¿Les diría a ellas que se forjasen su propio camino a los dieciocho años?

El guardia de seguridad guardó el móvil y lanzó sobre ella una curiosa mirada de simpatía.

—No puedo dejarla pasar, amiga. Tiene que irse. Lady Cristine dice que no es bienvenida aquí.

Lady Christine. El título se le atragantó.

Christine Mary James había sido la secretaria de Marco. Una secretaria que se acostaba con su jefe, casado y mucho mayor que ella. Y ahora, como su padre había recibido un título nobiliario por sus servicios al país y ella era su mujer, se hacía llamar Lady Christine.

—Quiero hablar con mi padre —insistió Ñisa.

—Lo siento, pero sir Marco no está en casa.

—¿Cuándo llegará?

—El helicóptero suele llegar alrededor de las siete —el hombre miró su reloj— Faltan casi tres horas, así que no tiene sentido que se quede esperando. No puedo dejarla pasar a menos que me den permiso arriba.

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