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Mientras iban a la notaría, Jennie no dejaba de sopesar unas cosas y otras. Las necesidades de su familia contra la injusticia que se había hecho con Lalisa Manoban, que debía también ser heredera de su padre.

Su madre, por supuesto, estaba en contra de que Lisa se llevara nada y casi se había convencido a sí misma de que lo que pasó el día anterior en el funeral sólo había sido una bofetada sin mano por negarle un sitio con la familia. Pero había demasiadas pruebas de que era mucho más que eso, pensaba Jennie.

Sin embargo, se mantuvo en silencio para evitar uno de los ataques de furia que tanto asustaban a su hermana.

—¿Qué haremos si papá se lo ha dejado todo? —le había preguntado Rosé cuando por fin pudieron escapar de su madre.

—No creo que eso vaya a pasar —contestó ella.

—¿Pero y si es así?

—Bueno, Rosé, la verdad es que hemos sido muy afortunadas durante estos años. Si no nos ha dejado nada, tendremos que buscarnos la vida.

Su hermana había sacudido la cabeza con pena.

—Yo no soy tan fuerte como tú, Jen.

Cierto. Rosé se había pasado la vida intentando complacer a todo el mundo, buscando aprobación; feliz cuando la conseguía, destrozada si no.

Rosé no era capaz de mantenerse por sí misma. El entrenamiento, la disciplina del circuito hípico había hecho que Jennie se endureciera. Sabía que ella no se hundiría en la adversidad. Desgraciadamente, desear poder darle algo de su fuerza a Rosé era tarea inútil. La naturaleza de su hermana era muy diferente a la suya.

—No te preocupes. Hemos estado juntas durante todos estos años y yo no voy a abandonarte nunca.

El abandono había sido la peor pesadilla de su hermana y Jennie se preguntaba si sería un miedo común en los niños adoptados.

Ella sufría la misma inseguridad, lo cual seguramente la había empujado a aprovechar las oportunidades que le ofrecía pertenecer a la familia Fabray, temiendo siempre que algún día se las arrebatasen.

Habían tenido que pagar un alto precio por ser adoptadas: obedecer las exigencias de su madre, hacer lo posible para conseguir la aprobación de su padre… El único amor incondicional que había conocido era el de Rosé, aunque no eran hermanas de sangre. Si los privilegios que habían tenido hasta el momento les fueran arrebatados, siempre se tendrían la una a la otra.

Una vez en la notaría, les pidieron que esperasen en la zona de recepción hasta que la secretaria del señor Newell fue a buscarlas. Su madre interpretó eso como un servicio VIP, algo que la puso de mejor humor, especialmente cuando la secretaria, una mujer más bien gruesa, la trató con gran deferencia, dándole el pésame por la repentina muerte de sir Marco.

Lady Christine respondió graciosamente mientras las hacía pasar a un despacho con cinco sillas tapizadas en piel verde oscura colocadas alrededor de una mesa ovalada de caoba brillante.

Cinco sillas.

¿Se sentaría la secretaria en una de ellas o estaría reservada para Lalisa Manoban? ¿Lo de que iba a acudir a aquella reunión habría sido un farol para vengarse de la carta de su madre pidiéndole que no fuese al funeral?

La mujer les indicó qué silla debían ocupar y, señalando un carrito de bebidas, les preguntó si querían tomar algo. Jennie y Rosé pidieron sendos vasos de agua, pero su madre decidió pedir un té Earl Grey con una rodajita de limón. La secretaria les ofreció luego sándwiches y pastas, pero ni Jennie ni Rosé tenían ganas de comer. A su madre, sin embargo, de repente se le había abierto el apetito. Aparentemente, había decidido que no había ninguna razón para estar preocupada.

WeekendsWhere stories live. Discover now