37. El puesto

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Las linternas ruedan sobre las mantas cuando lo tomo por las mejillas y sus manos suben por mis muslos

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Las linternas ruedan sobre las mantas cuando lo tomo por las mejillas y sus manos suben por mis muslos.

Es un beso que necesitaba darse, lento para brindar al cuerpo el placer suficiente para que quiera más. 

Subo a su regazo y nos alineo; cadera contra cadera, pecho contra pecho, boca contra boca. Tira con suavidad de mi cabello y le presta atención a mi cuello mientras mis manos estiran el elástico de sus pantalones y encuentran el camino dentro de su ropa interior. Exhala con pesadez contra mi piel y vuelve a besarme, esta vez con una desesperación tangible en la rapidez en que me quita la camiseta y se deshace de la suya. Me rodea con un brazo la cintura y pone de espaldas sobre las mantas para despedirse de mis pantalones. 

La tienda se sacude mientras rodamos, nos sentamos y arrodillamos cambiando de posición para quitarnos lo que resta de la ropa. Me recuerda en un susurro al oído que en medio del bosque podemos hacer tanto ruido como queramos.

Lengua, dedos, roces y falta de aliento le siguen. Mis piernas se tensan alrededor de sus caderas más de una vez. Creamos nuestras propias estrellas para ver, ignorando las que arrojan luz afuera. Mis uñas dejan patrones en su espalda cuando besa y mordisquea con la gentileza de quien sabe presionar lo necesario para que pidas más. Le devuelvo la atención y al final hallamos la forma de alcanzar el punto de tensión máxima para caer en picada en los restos de una explosión que termina en silencio, con la paz instalada cuando nos abrazamos y cerramos los ojos.

Por la mañana soy la primera en despertarme gracias a el tono de mi teléfono. Rechazo la llamada y me envuelvo en una campera antes de salir de la tienda. Se supone que ni siquiera hay señal aquí. Es lo que dijo Berta, así que ni Jaden ni yo nos preocupamos por confirmarlo. Enciendo los datos y esta vez el abuelo me invita a una videollamada. Me interno un poco dentro del bosque y acepto.

—Aléjate un poco de la cámara, estoy viendo todos los pelos que asoman de tu nariz, esos que la abuela quiere que podes. —Digo con solo un ojo abierto, aún acostumbrándome a la luz solar.

—Tu abuela puede podar los pelos de mi trasero, pero no tocará mi nariz. Buen día para ti también. —Bebe un trago de su café. Por lo que se ve está desayunando en el balcón—. ¿A qué hora regresan? Jaden y yo tenemos que irnos al mediodía.

—¿Tienen una cita o algo?

—Su abuela nos ayudará a confeccionar nuestros disfraces para la fiesta de cumpleaños de Bernardo.

—No sé nada de una fiesta.

—No te invitó, no acepta a cualquiera. —Se encoge de hombros.

Intento reprimir mi sonrisa, pero no puedo.

—¿Desde cuándo eres popular y te mueves por círculos sociales tan exclusivos?

Se ríe y su rostro es una masa de arrugas. Se levantó de muy buen humor. Tal vez debería venir a acampar más seguido.

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