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Los domingos iba al mercado en lo que se le volvió un rito solitario y feliz. Primero lo recorría con la mirada, sin querer ver exactamente de cuál fruta salía cuál color, mezclando los puestos de jitomate con los de limones. Caminaba sin detenerse hasta llegar donde una mujer inmensa, con cien años en la cara, iba moldeando unas gordas azules. Del comal recogía
Jimin una y la mordía despacio mientras hacía las compras.

Los nísperos son unas frutas pequeñas, de cáscara como terciopelo, intensamente amarilla. Unos agrios y otros dulces. Crecen revueltos en las mismas ramas de un árbol de hojas largas y oscuras. Muchas tardes, cuando era niño con piernas de gato, el pequeño Jimin trepó al níspero de casa de sus abuelos. Ahí se sentaba a comer de prisa. Tres agrios, un dulce, siete agrios, dos dulces, hasta que
la búsqueda y la mezcla de sabores eran un juego delicioso. Estaba prohibido que los niños subieran al árbol, pero Jungkook, su primo, era un niño de ojos precoces, labios delgados y voz decidida que la inducía a inauditas y secretas aventuras.

Subir al árbol era una de las fáciles.
Vio los nísperos en el mercado, y los encontró extraños, lejos del árbol pero sin dejarlo del todo, porque los nísperos se cortan con las ramas más delgadas todavía llenas de hojas.

Volvió a la casa con ellos, se los enseñó a sus hijos y los sentó a comer, mientras él les contaba cómo eran fuertes las piernas de su abuelo y respingada la nariz de su abuela.

Al poco rato, tenía en la boca un montón de huesos lúbricos y cáscaras aterciopeladas. Entonces, de golpe, le volvieron los diez años, las manos ávidas, el olvidado deseo de Jungkook subido en el árbol, guiñándole un ojo.

Sólo hasta ese momento se dio cuenta de que algo le habían arrancado el día que le dijeron que los primos no pueden casarse entre sí, porque los castiga Dios con hijos
que parecen borrachos.

Ya no había podido volver a los días de antes.
Las tardes de su felicidad estuvieron amortiguadas en adelante por esa nostalgia repentina, inconfesable.
Nadie se hubiera atrevido a pedir más: sumar a la redonda tranquilidad que le daban sus hijos echando barcos de papel bajo la lluvia, al cariño sin reticencias de su marido generoso y trabajador, la certidumbre en todo el cuerpo de que el primo que hacía temblar su perfecto ombligo no estaba prohibido, y él se lo merecía por todas las razones y desde siempre.

Nadie más que el desaforado Jimin.

Una tarde lo encontró caminando por la de 5 de Mayo. Jimin salía de la iglesia de Santo Domingo con un niño en cada mano. Los había llevado a ofrecer flores como todas las tardes de ese mes: la niña con un vestido largo de encajes y organdí blanco, coronita de paja y enorme velo alborotado. Como una novia de cinco años. El niño, con un disfraz de acólito que avergonzaba sus siete años.

- Si no hubieras salido corriendo aquel sábado en casa de los abuelos este par sería mío - dijo Jungkook dándole un beso.

- Vivo con ese arrepentimiento - contestó Jimin.

No esperaba esa respuesta uno de los solteros más codiciados de la ciudad.
A los veintisiete años, recién llegado de España, donde se decía que aprendió las mejores técnicas para el cultivo de aceitunas, su primo Jungkook heredero de un rancho en Veracruz, otro en San Martín y, otro más cerca de Atzálan.

Jimin notó el desconcierto en sus ojos, en la lengua con que se mojó un
labio, y luego lo escuchó responder:
- Todo fuera como subirse otra vez al árbol.

La casa de la abuela quedaba en la 11 Sur, era enorme y llena de recovecos. Tenía un sótano con cinco puertas en que el abuelo pasó horas haciendo
experimentos que a veces le tiznaban la cara y lo hacían olvidarse por un rato de los cuartos de abajo y llenarse de amigos con los que jugar billar en el salón construido en la azotea.

La casa de la abuela tenía un desayunador que daba al jardín y al fresno, una cancha para jugar frontón que ellos usaron siempre para andar en patines, una sala color de rosa con un piano de cola y una exhausta marina nocturna, una recámara para el abuelo y otra para la abuela, y en los cuartos que fueron de los hijos varias salas de estar que iban llamándose como el color de sus paredes. La abuela, memoriosa y paralítica, se acomodó a pintar en el cuarto azul.
Ahí la encontraron haciendo rayitas con un lápiz en los sobres de viejas invitaciones de boda que siempre le gustó guardar. Les ofreció un vino dulce, luego un queso fresco y después unos chocolates rancios. Todo estaba igual en casa de la abuela. Lo único raro lo notó la viejita después de un rato:

- A ustedes dos, hace años que no los veía juntos.

- Desde que me dijiste que si los primos se casan tienen hijos idiotas - contestó Jimin.

La abuela sonrió, empinada sobre el papel en el que delineaba una flor
interminable, pétalos y pétalos encimados sin tregua.

- Desde que por poco y te matas al bajar del níspero -dijo Jungkook.

- Ustedes eran buenos para cortar nísperos, ahora no encuentro quién.

-Nosotros seguimos siendo buenos -dijo Jimin, inclinando su perfecta
cintura.

Salieron del cuarto azul a punto de quitarse la ropa, bajaron al jardín como si los jalara un hechizo y volvieron tres horas después con la paz en el cuerpo, sudados y tres
ramas de nísperos.

-Hemos perdido práctica -dijo Jimin. Jungkook al oírlo trató de ocultar una sonrisa, a punto de reír a carcajadas por la mentira que había elegido Jimin para explicar su agitación y sudor

-Recupérenla, recupérenla, porque hay menos tiempo que vida -contestó la abuela distraída con los huesos de níspero llenándole la boca.

Los primos que se casan tienen hijos idiotas. [Kookmin]Where stories live. Discover now