Introducción:

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Caminaba sola a un lado de la ruta principal de aquella olvidada provincia, mientras el aire fresco golpeaba su rostro con fuerza. Sin embargo apenas lo sentía, era un alivio para ella. Sus pies estaban muy adoloridos, pero aquel detalle no le importaba, le habían llevado fuera de la ciudad donde las casas no existían. Su mente divagaba, alejándola del dolor físico y, aún más importante, del dolor de su alma.

¿Cómo había terminado todo así?, se preguntaba. Su vista se posaba en sus desgastadas zapatillas blancas, sin verlas. Aún no comprendía lo ocurrido y apenas podía creer que había sucedido. ¿Pero qué importaba ya? Tenía un objetivo claro. Había colocado en su mochila lo indispensable para aquel corto viaje y se había escapado de casa, para no volver jamás. Ana tenía dieciséis años y, al contrario de la mayoría de las personas que transitan por este breve mundo, sabía muy bien cuál iba a ser su destino. Marchaba hacia él con irrevocable decisión, con clara convicción y con irremediable abandono.

Una camioneta Ford destartalada traqueteaba por el camino, acercándose lentamente a ella. La chica se dio media vuelta y le hizo señas para que la llevara. Muchos tendrían miedo de subir a un vehículo con un completo desconocido, pero ella no. Ya no le tenía miedo a nada... Había decantado emociones en aquella larga caminata y, poco a poco, se iba convirtiendo inmune al espanto y al dolor. Nada podía afectarla ya... Nada...

La camioneta blanca grisácea se detuvo con un ruido estridente, en medio de una nube de humo. El conductor, un hombre de unos sesenta años con una tupida barba clara, sacó la cabeza por la ventanilla.

—¿A dónde vas, niña?

—Derecho... Hacia las montañas —respondió, de manera evasiva, mientras tosía.

El hombre la miró de arriba abajo con una expresión impasible, hizo un gesto con la cabeza y le dijo:

—Bien, súbete.

Cinco minutos después se encontraba dentro del vehículo, que olía a comida rancia y a algo más que no pudo definir... ¿transpiración humana? El sujeto dirigió su vehículo hacia la ruta sin pronunciar ni una palabra más. La chica agradeció que no le hiciera preguntas. No deseaba tener obstáculos innecesarios.

Ana sabía lo que iba a suceder... Sabía qué era lo tenía que hacer... Él la había obligado a ello. No había escapatoria. El tiempo que empleara en ello no tenía ninguna importancia. Más tarde o más temprano iba a pasar lo que tenía que pasar. Ana suspiró resignada. 

Ojos GrisesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora