II: A ambos lados del espejo (parte 1)

560 63 61
                                    


En el pequeño claro había un espejo. El objeto en sí era absurdo en aquel marco de hojas y ramas, pero el ferviente deseo de atravesarlo lo impulsó a aceptar su aparente irrealidad. Era crucial reunirse con su yo del otro lado, volver a hacerse uno con él. Aspiró hondo y se precipitó contra la superficie reflectante entre gritos de alarma, con la vaga impresión de dejar atrás un círculo de sangre.

No emergió en una tormenta de esquirlas de vidrio sino en medio de árboles espesos, como si el escenario hubiese permanecido inalterado. El lamento de las voces aún resonaba en sus oídos. No, no eran varias voces, era una sola; lo supo al distinguir sobre la claridad del fondo la silueta encogida de Caradhar, al oír gemidos de dolor cuya intensidad decrecía a medida que se aproximaba a la inconsciencia. Navhares casi voló hacia él, presa de una angustia que no había experimentado en años. ¡Caradhar! !Ya voy! ¡Ya voy!

Abrió los ojos, sobresaltado por los latidos furiosos de su propio corazón. Un sueño, solo ha sido un sueño... A punto estuvo de volcar la hamaca y quedarse colgando del ruedo de su túnica. Desde su poco elegante postura —una rodilla hincada en el suelo de tablas, un brazo encajado en el entramado de cuerdas— observó los alrededores y recordó que había dormido en una plataforma suspendida. Huecos en las hojas le permitieron vislumbrar la de la rama contigua, en la cual dos figuras emitían los típicos sonidos quedos de los amantes que no desean ser descubiertos. Eran Caradhar y Sül. Las manos del antiguo Darshi'nai mantenían a raya las de su compañero, empeñadas en no permitirle trenzarse la melena, y luego contraatacaban sumergiéndose en la camisa de este y sacando a la luz retazos de piel. Sus rostros estaban tan próximos que se perdían el uno en el otro; sus labios se unían en besos esporádicos, en susurros cómplices. Aunque Navhares no soportaba esa intimidad, la curiosidad malsana siempre acababa imponiéndose. Mientras espiaba la escena, inmóvil, no llegó a percatarse de que otros ojos se entretenían a su costa.

—Mira quién se despertó —exclamó el recién llegado, Vira, lo que propició que Navhares se enredase aún más en la hamaca. El joven hubo de soportar la vergüenza de ser rescatado a tirones de su prisión de cuerdas—. Y con ganas de ejercicio, además. Te pasa por ser un cabezota y llevar esos trapos tan elegantes para desplazarte en carruaje y tan poco prácticos para moverte por el bosque. Anda, ponte esto.

Le lanzó un jubón y unos pantalones de color alazán mucho más discretos.

—Mis ropas están bien, gracias.

—Querías impresionar a Caradhar presentándote con tus mejores galas y ya lo has hecho. Ahora sé obediente y cámbiate, o terminarás tropezando, colgando de una rama y ondeando al viento igual que un pendón de Casa Elore'il. El desayuno te aguarda.

—¿Pretendes quedarte ahí mirando? —El graznido de Navhares exudó irritación y bochorno a partes iguales.

—Te salvas porque tengo hambre, chiquillo. No tardes.

Lo primero que hizo el muchacho después de que Vira cruzase la pasarela fue comprobar si su padre los había escuchado, pero la plataforma contigua estaba desierta. Los pormenores de su sueño acudieron a él mientras suspiraba y se cambiaba, pavorosos en su nitidez. Tras meditarlo un buen rato resolvió no contárselo a Caradhar. No pretendía inquietarlo, y menos aún cuando ignoraba si aquello llegaría a ocurrir. Él estaría a su lado a todas horas; no permitiría que nada lo hiriese.

En el campamento provisional carecían de espejos, así que no podía juzgar qué tal le sentaban aquellas prendas tan rústicas. El camino de vuelta sobre la estructura de madera y cuerdas volvió a robarle el aliento. Poco le faltó para besar con alivio el grueso tronco del árbol al poner los pies en la construcción principal, cuyo centro ocupaba un círculo de asistentes muy similar al del día anterior.

La savia de los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora