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Siete años antes

Habitan los mundos muchos tipos de navegantes y muchos tipos de náufragos. Hay quienes con facilidad pueden compararse, por su espíritu inmarchitable lleno de agitaciones palpitantes, con navíos despavoridos que envisten las olas valientemente. Otros son, por su vivacidad sobrecogedora y brillo inextinguible, como faros luminosos que guían y encantan a otros a las profundas aguas. Hay otros que brillando tan hipnotizantes son todo al mismo tiempo, el naufragio, la tempestad y la tormenta. Pero, aún habían otros que carecían, o creían carecer, de cualquier sustancia valiosa; los náufragos. Estos eran sólo agua y arena. Y así se sentía ella, como un resto de algo superior, como una pieza, pero de las inútiles, que conforman los grandes sistemas. Como un engranaje defectuoso.

De darle una probada a cenizas les sabría, pero aún así a ella le abundaba una paz, o más bien rendición, bastante contagiosa que despertaba en sus pocos espectadores esa misma quietud, una ausencia de asombro, de vehemencia, de intención, de contemplación. Solo era un ente que vagaba ininterrumpidamente por un universo de esperanzas sepultadas.

Pero de vez en cuando tenía la habilidad de inexistir, especialmente cuando aparecía aquel angel de sus escritos. Aquel que la fragmentaba en piezas irreparables, que la condenaba a la inexistencia, a la inutilidad, a la tortura de la inercia. Que la descompuso en partículas indivisibles y que la vertió, sin saberlo, tan lejos de él como podía estar.

Aquel joven apareció por vez primera en un día soleado y sin ser invitado. Desde entonces vagó entre su ser atravesándola de par en par sin siquiera mirarla de vuelta.

Cuando Trina lo conoció, se dio cuenta de que la figura que la perseguía en su imaginario ahora existía, que tenía rostro y nombre, y tembló profundamente de miedo. Lo descubrió en medio de una de esas miradas accidentales, le tembló todo pero continuó avanzando en su rutinario paso nervioso. Así lo notó por primera vez, saltando, corriendo, moviéndose de un lado a otro, probando su vuelo, mostrando su fuerza. Ella lo vió y con eso bastó. El muchacho continuó haciendo lo suyo sin darse cuenta de la presencia de la chica, cosa que se le haría costumbre, y continuó brillando entre aquel grupo de personas sin notarla.

Trina nunca había sido de creer en destinos y escrituras místicas pero supo que aquel joven, que le pintaba los ojos de desconfianza, que era la corriente subterránea que amenazaba con arrasarla, que incendiaba de nuevo las cenizas, que era el recuerdo vivo del ausente y el trago más amargo de vida, estaba más en contacto con su futuro que con su mismo presente y que sería, en su momento, el galopar mismo de su corazón desbocado cuando este quisiese usar todo el poder que desde entonces tuvo sobre ella.

La chica avanzó dejándolo atrás, con menos edad de la que aparentaba y más desgarrada de lo que ella misma creía posible. Eso hubiese querido, dejarlo atrás para siempre, pero desde entonces fue imborrable. Era una niña, con tan solo diecisiete vueltas al sol, pero ya sentía que estaba atravesada. No pudo hacer más. Solo continuó vagando, invisible, por los pasillos, pensando en aquella sombra que le había atravesado el corazón pero esperando nunca verlo de nuevo. Intentando olvidarse, se adentró en lo que ella conocía mejor y a lo que se dedicaba su estudio y su vida también; las letras. Y las letras la acogieron solo para avivar el fuego que la consumía.

Así lo conoció, brillando en medio de una multitud en una tarde de febrero y siete años antes de dedicarse a robar mochilas de artistas que vagan por las calles en noches solitarias. Y así se quedó, para siempre, el que se hacía llamar Aitor.

Desencuentros; imgDonde viven las historias. Descúbrelo ahora