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Al despertarse, Desdemona vio que estaban delante de su casa. Como Martin le había sugerido, era de noche. No había nadie por la calle, las farolas estaban ya apagadas y el único sonido que se oía era el del caballo. Mientras se dirigía a la puerta, escuchó como Martin se despedía del cochero. El hombre le había prometido horas antes que si su familia la echaba a patadas, se encargaría de ella, pues había prometido protegerla.

Con la mano temblando, llamó a la puerta. Esperó varios minutos a que abriesen, notando la presencia del soldado a sus espaldas. Según pasaba el tiempo, los nervios de Desdemona acrecentaron. Escuchó como alguien se acercaba a la puerta, encontrándose con la persona con la que menos esperaba. Su padre. ¿Qué hacía despierto a esas horas? Pensaba que sería uno de los criados el que abriese la puerta, pero no. Ante ella, y sujetando una vela, estaba su padre, mirándola incrédulo, como si fuese una aparición. Entró a la casa, cerrando la puerta después de que Martin pasase.

– ¡Desdemona!– el grito de su madre bajando las escaleras rompió ese momento– ¡Hija! ¿Eres tú? ¡Oh Dios mío! ¡Santo bendito!

Sus hermanas bajaron preocupadas al recibidor al escuchar los gritos de la condesa de Devon. Cuando vieron a Desdemona, no pudieron contener los gritos y corrieron a abrazarla. Su madre seguía soltando exclamaciones, uniéndose al abrazo y reclamando su espacio como la madre que era. Su padre seguía viendo la escena como si nada de aquello fuese con él. Ajeno a tal escena de alegría, con el rostro imperturbable, como una escultura griega.

– Hija mía, estás viva– repetía sin cesar su madre, acariciándole la cabeza y llorando–  Pensábamos que no ibas a volver nunca. Nos has tenido en un sinvivir, desapareciendo en medio de la noche. Oh, Señor, muchas gracias por traérmela de vuelta. Mi hija, mi amada hija. Estás viva.

Desdemona miraba con los ojos llorosos a su madre y le pedía perdón sin cesar. Sus hermanas lloraban con ella, murmurando palabras ininteligibles.

– Querida, ¿me dejas que vea a Desdemona?– la voz grave de su padre resonó en la entrada, provocando que la madre y las hermanas se despegasen de la recién llegada. Con lágrimas en los ojos, y temblando de la emoción y nervios, Desdemona solo decía lo siento. Quería abrazar a su padre, besarle como había hecho con su madre y hermanas, pero temía que este le rechazase.

– Lo siento, padre. Lo siento muchísimo– declaró Desdemona tirándose a los pies de su padre– Yo no debí irme, escaparme para encontrar una fantasía, una quimera...

– ¿Lo encontraste?– preguntó Charles Russell– ¿Encontraste esa ciudad?

Con el rostro lleno de lágrimas, Desdemona asintió con la cabeza. Su padre se agachó, y con dulzura levantó su rostro, obligándola a que le mirase. La mirada de su padre era lo que más temía, no podría soportar ver el odio reflejado en ella. A través de sus lágrimas vio los ojos de su progenitor. Le miraba con cariño, con los ojos llorosos.

– Hija mía, una noticia así hay que celebrarla. No todos los días una de mis hijas encuentra una ciudad borrada de la historia. Has traído a esta familia más honor y prestigio que cien matrimonios ventajosos. Ni casarte con el rey igualaría semejante hazaña– Charles abrió los brazos, a los que su hija Desdemona se tiró, fundiéndose en un cálido abrazo. Pronto, el resto de la familia se unió, dejando de lado toda convención social. Martin contempló con alegría como esa familia se abrazaba en la entrada de la casa, tirados en el suelo, llorando como infantes. En ocasiones así, daba igual si se era rey, marqués, o cocinero. La hija prodiga había vuelto.

Cuando se separaron, todos tenían mucho que hablar, mucho que preguntar, pero fue el conde el que realizó la primera pregunta.

– ¿Quién es este hombre que te acompaña?– los rostros de la condesa y sus hijas se giraron para mirar a Martin, que había permanecido en un segundo plano.

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