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– No me puedo creer tu atrevimiento, Desdemona. Una señorita como tú, hija de un Conde, que se dedique a engañar a su pobre madre y visite museos a escondidas. No has recibido una educación exquisita como para ir haciendo escapadas para ver sabe Dios qué– la madre de Desdemona daba vueltas por la habitación, abanicándose con una revista.– ¿Qué clase de ejemplo crees que eres paras tus hermanas menores?

–Madre a mi no me importa que se haya ido al museo– comentó Joyce, la hermana pequeña de Desdemona.– Entiendo porqué lo ha hecho.

– ¿Y por qué, según tú, tu hermana ha decidido mentirme para irse a ver una exposición de momias? ¡De momias! Algo tan tétrico, que horror. Una señorita no debería ver esas cosas, no deberías saber ni que existen. Si hubieses visitado la Sainte-Chapelle, esto no había ocurrido.

– No era sólo de momias– se quejó la muchacha, viendo como su madre se paraba en medio de la estancia y la acusaba con la revista.

– No me repliques, Desdemona. Ahora lo último que necesito es que me repliques.– Virginia Russell retomó su actividad de dar vueltas.– Un escándalo, todo un escándalo. Como tu padre se entere, no sé que va a hacer. No va a volver a confiar en ninguna de nosotras. En ti, por mentirme y en mi por no saber cuidarte.

– Madre– insistió Joyce– seguro que padre no se enfada. Es una oportunidad única, que un arqueólogo quiera citarse con nosotras y hablarnos de un tema que a padre le apasiona tanto. No por nada está en el comité del British Museum.

Desdemona lanzó una mirada de agradecimiento a su hermana. Esperaba que recordarle a su madre el amor de su progenitor por la arqueología la calmase.

– ¡Pero es que no sabemos quién es ese hombre!– refunfuñó la Condesa, todavía de pie.

– Por eso convendría que hablásemos con él mañana. Puede ser interesante...– Desdemona y Joyce vieron como su madre comenzaba a dudar. Estaba a punto de claudicar y dejar que las tres fuesen a ver al arqueólogo al día siguiente. En cuanto la condesa se sentó en el sofá, supieron que habían triunfado.

Virginia Russell, Condesa de Devon, podía parecer una mujer estricta y seria, pero sus hijas sabían que tras esa rígida fachada se ocultaba una mujer predispuesta a los ataques de nervios. Tal vez por eso se refugiaba en las normas, para no mostrar su lado más agitado. A sus hijas les imponía una férrea educación desde pequeñas, haciendo hincapié en el sentido frente a los sentimientos. Nunca debían olvidar la imagen que transmitían a la sociedad, pues sería esta imagen por las que la juzgasen. De puertas para dentro podían ser testarudas, rebeldes o vagas, pero ante otros miembros de la sociedad tenían que parecer simplemente perfectas.

– Sabéis que mi punto débil es vuestro padre y os aprovecháis de eso aliándoos contra mí– sollozó la Condesa. Sus hijas se acercaron a abrazarla.

– Madre, no llore– dijo Joyce secándole las lágrimas– Será solo una mañana, y después podremos continuar comprando, ¿verdad Desi?

– Por supuesto. Todavía quedan muchas tiendas que visitar– la madre levantó la mirada esperanzada. Que su hija mayor quisiese seguir de comprando era una oportunidad única que no iba a desaprovechar. Tenían que volver a Londres cargadas con las últimas novedades para que así Desdemona tuviese una oportunidad en la temporada. No había criado a cuatro hijas para que se quedase ninguna soltera.

– ¿De verdad quieres seguir comprando, Desdemona?– Lady Virginia sonó como un niño pequeño– Pensaba que esas cosas no te interesaban.

– Claro que me interesan, madre– tuvo que hacer de tripas corazón para soltar esa mentira, pero le entristecía ver a su madre llorando por su culpa.

– ¡Oh, Desdemona!– el repentino abrazo de la Condesa a su hija mayor la pilló desprevenida, por lo que cayeron hacía atrás en el sofá.– Sabía yo que no eras un caso perdido.– la madre se incorporó, alisando la falda de su vestido– Entonces iremos mañana a ver a ese arqueólogo. Seguro que a vuestro padre le hace ilusión saber que hemos conversado con un personaje tan eminente.

Las hermanas se miraron ante el repentino cambio de la madre. Joyce se encogió de hombros y preguntó a su hermana mayor los datos de la cita. Estuvieron charlando un rato acerca de la exposición que había visitado Desdemona y sobre las novedades en las tiendas francesas que habían visitado sin ella esa tarde.

Cuando se acostaron, Joyce entró a la habitación de Desdemona y se metió en su cama. Habían pedido compartir estancia, como hacían en su casa en Londres, pero su madre les indicó que eso era de mal gusto. Tenían que demostrar el poder de su padre, y si compartían habitación pensarían que estaban mal de dinero. Así que, tras diecinueve años durmiendo juntas, las hermanas Russell se separaron por la noche. O eso creía la madre, porque todas las noches Joyce acudía a la habitación de su hermana, volviendo a la suya antes de que su madre despertase al día siguiente.

– Cuéntame como era el hombre, Desi.

– No sé, como todos los arqueólogos. Serio, con gafas.

– Lo dices como si conocieses a muchos. ¿Acaso en casa te dedicas a visitar a hombres a escondidas?– el tono travieso de su hermana hizo que Desdemona siguiese con la broma.

– ¡Oh, si! Cada día visito a un hombre diferente.

– Nadie puede enterarse, o eso supondría todo un escándalo en la sociedad– respondió Joyce imitando el tono de su madre.– Así no encontrarás ningún buen marido.

– Un duque sería lo correcto.

– ¡Como mínimo! Debes aspirar a lo más alto. A un príncipe.

– ¡O a un rey!– dijeron las dos hermanas a la vez estallando en carcajadas. Llevaban años escuchando el discurso de su madre, por lo que eran capaces de repetirlo palabra por palabra. Poco después, se quedaron dormidas. El día siguiente iba a ser largo. La Condesa quería recuperar el tiempo que perderían con el señor Liebermann. 

LA PUREZAWhere stories live. Discover now