Le sacó la enorme camiseta por la cabeza; lo único que llevaba puesto a excepción del culote, prestado como ropa interior. Un par de pezones excitados le apuntaron con todas las de ganar para llevarse su atención. Adrián rastrilló con los dientes el borde de los montículos antes de atreverse a darle un mordisco. Disfrutó del cambio de textura en su piel cuando se le puso de gallina, recorriéndole los costados con diez dedos que se quedaban cortos para cubrir toda aquella gloria.

Estaba tan delgada y era tan pálida que parecía una muñeca de porcelana, pero se encargaba de desmentir esa comparación moviéndose como las sirenas. La rigidez no existía en su anatomía. Se flexionaba y bailaba sobre su regazo de manera absolutamente criminal. Parecía que no tuviera huesos, pero Adrián los acariciaba por encima de la piel igual que a las formas más voluptuosas.

La cogió por las caderas y la trajo hacia sí en busca de un beso más despiadado, que fuera a juego con la urgencia de sus sacudidas.

Las manos de Lucía fueron directas a la bragueta de su pantalón. Su necesitada iniciativa lo endureció más si cabía. Creyó que se desmayaba cuando cubría su erección con la mano y la acariciaba mientras se lamía el labio inferior.

Adrián se estiró para darle un beso que lo distrajera de su matadora sensualidad. Si no se cortaba un poco duraría mucho menos de lo previsto.

—¿Cómo es que esta vez llevas un condón encima? —preguntó ella, exhibiendo un preservativo que había rescatado se su vaquero.

—Son los pantalones de Ricci. A veces nos los intercambiamos, aunque a mí me queden algo más holgados... —murmuró, con la boca pegada a su pecho—. Y los pantalones de Ricci son una fábrica de látex. Sale a la calle con cinco en cada bolsillo.

—A eso lo llamo yo optimismo —dijo. O eso creyó entender en su jadeo ahogado. Dios, adoraba cómo temblaba su voz cuando le metía la mano entre las piernas—. No me provoques... Quiero hacer algo distinto.

—Yo también —contestó, misterioso. La soltó y apoyó los codos a su espalda, reclinándose lentamente. Una vez recostado, le dirigió una mirada que quemaba—. Ven aquí, pestañas. Quiero ver muy de cerca cómo te mueves.

Ella se ruborizó. Solo había una forma de ponerla colorada, y era en la cama, cuando él se ofrecía para complacerla de la forma más descarada. Era obvio que eso no era lo que tenía pensado, pero no pudo resistirse a su implícita promesa. Gateó hasta que, ya a su altura, él la cogió de las caderas y acercó su boca la caliente entrepierna femenina.

Lucía se retorció a la primera lenta y perniciosa lamida. Empezaba a humedecerse y estaba tan suave que su lengua no encontraba problemas para rebañar los rincones más secretos. El excitante acompañamiento de sus gemidos y sollozos era la mejor forma de inspiración. Aún le parecía increíble la dicha que se podía alcanzar a través del placer de otro, de sus músculos inflamados por la sensual tensión del sexo, de las rojeces de sus besos en la piel, de su maravilloso temblor. Lucía era única a la hora de contagiarlo con su pasión.

La exploró con la lengua y se empapó del sabor que terminó ofreciendo desesperadamente al mover las caderas a su ritmo. Se compenetraban tan bien que sentía que estar con ella era la única forma realista de hacer magia.

Se corrió cuando había capturado los tiernos pliegues entre los labios, pero no le importó. Decir que había nacido para eso sería quedarse corto; sin embargo, el cuerpo de Lucía y su forma de excitarse no era de ese planeta y no había visto nada igual. Era tan fácil hacerla retorcerse de placer que le parecía un sacrilegio no enloquecerla empujándola a límites que solo ella conocía. Usaría todos los condones que llevaba encima aunque eso le costara la vida.

Sigue mi vozWhere stories live. Discover now