Capítulo 2.1

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Esa amenaza no fue la primera, pero sí la última, y el colmo de todas ellas.

Solo una cosa hubiera obligado a Adrián a pensarlo dos veces antes de hacer un corte de mangas: que Cayetano Salamanca hubiese pronunciado esas palabras en su lecho de muerte. Por desgracia, al susodicho le quedaban muchos años de vida tratando a sus hijos como marionetas, todas destinadas a bailar al son de lo que él consideraba «un buen futuro», la obra que más repetía —y en el tono más teatral— durante la hora de la comida.

Acumuladas ya demasiadas prohibiciones para poder ser él mismo, Adrián fue directo y sin anestesia al despedirse para siempre.

—¡Que te den, cabronazo!

A eso había seguido un dramático portazo, una persecución escandalosa por las escaleras del edificio, un tropiezo que le dejó una cicatriz en el codo y... Eso fue todo, gracias a Dios. El señor Salamanca trabajaba presidiendo el tribunal de cuentas de Madrid. Tenía un brillante historial de economista, un expediente de varias páginas y un cajón destinado solo a sus carísimos gemelos. Pero todo el mundo sabía que el único hombre que corría con traje y corbata era James Bond. Por eso no lo siguió, lo que en un principio le hizo rabiar, y después consideró una suerte. Le permitió echarse a la calle con su bolsa de mano sin temer que le alcanzara.

En el momento le pareció muy divertido el enfrentamiento. Adrián se quedó en la gloria soltándole una buena a su padre, a su madre y a sus hermanos los lameculos. Se había librado de lo que el señor Salamanca imponía a toda su prole: estudiar una dichosa carrera universitaria enfocada a la economía o la ley, que les conduciría a un futuro de americanas, oficinas y rutinas. Uno que le habría arruinado la vida. Y eso merecía una fiesta por todo lo alto.

Cuando corrió escaleras abajo y se golpeó el hueso de la risa contra la barandilla, estuvo a punto de soltar un grito de alegría. Pero en cuanto puso un pie en la calle, su sonrisa se resquebrajó un poco. No tenía un duro en el bolsillo, y lo primero que hizo su padre fue bloquear todas las tarjetas a su nombre. Se consideraba un chaval muy alejado de las superficialidades, pero el cambio de la Black Card a los números rojos lo notaría cualquiera. Sobre todo cuando le rugiese la barriga de hambre y solo pudiera permitirse un... ¿Qué se podía comprar con treinta y ocho céntimos? Porque habría jurado que guardaba un billete de cinco en el bolsillo trasero.

Pues no.

Adrián tuvo que detener su alegre caminata. La verdad era que podría haber tenido las luces de meter una mano en el cajón de los ahorros antes de gritarle hijoputa a su padre. O, antes de eso, trazar algún plan de huida decente, no enseñar el dedo corazón y salir con un petardo en el culo. Hasta donde supo, solo llevaba en la mochila unos calcetines y unos bóxers. En su defensa diremos que gracias a esto mantuvo caliente lo más importante, pero el futuro se intuía negro: habría jurado que de la indigencia no lo salvaría ni Dios.

Tremendo subnormal. Eso le pasó por hacer las cosas de bulla y corriendo, sin pensar. Su característica espontaneidad, unida a los arranques psicóticos que le daban por culpa del señor Salamanca, no eran una buena combinación cuando el destino era la puta calle. La puta calle, literalmente, porque con la que estaba cayendo en España lo hubiera contratado el Tato cuando se pusiera a buscar trabajo. Él ya lo sabía antes de intentarlo. Le iban a exigir once años de experiencia, doce idiomas a nivel nativo y trece doctorados, por seguir un orden numérico. Y con veintiún años recién cumplidos, la matrícula de la facultad anulada a espaldas de su familia y sin haber dado un palo al agua en su vida... A ver quién era el listo que de buenas a primeras encontraba un empleo.

Encima era un señorito del Barrio de Salamanca. Las hienas de la zona se lo disputarían, si es que llegaba vivo a la noche.

Toda esa serie de catastróficas desdichas, cada una de ellas intrigadas por él mismo, animaron a la casualidad a guiarlo hacia Lucía. Eran las once y cuarto de la mañana de un veintitrés de junio. Las calles estaban a rebosar. Pensó en meter la mano en algún que otro bolsillo, pero sospechaba que no tendría tanto éxito como Margot Robbie en Focus y enseguida abandonó sus pretensiones.

Sigue mi vozWhere stories live. Discover now