Día 4 - Al amparo de las rosas

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~Day 4 - Red rose: desire, romance~

Mikleo siempre le había puesto solo una única norma, una sola que supuestamente no se podía romper jamás. Lo único que tenía prohibido era tocarle el pelo, decía que odiaba que lo hiciera después de aquel incidente de cuando eran niños, que le causaba recuerdos traumáticos. Sorey siempre fruncía el ceño cuando se lo recordaba. ¡Qué fue un accidente! Ahí no tuvo culpa de nada, además su amigo de pequeño se movía mucho. Por suerte exageraba y por desgracia —o no tanta— esa regla se la habían saltado cientos de miles de veces. Algunas eran cuando el serafín de agua ni siquiera estaba consciente, cuando dormía. En esos momentos de calma y de paz, Sorey aprovechaba para acariciar su largo cabello blanco, colocándoselo tras las orejas y deleitándose con su suavidad justo antes de besarle las mejillas y la nariz. Cada vez que lo colmaba de caricias, el gesto neutral de su compañero se convertía en una graciosa expresión confusa —como si su cuerpo no supiese si manifestar placer o molestia— y luego esta le daba paso a los ronroneos conformes. Otras veces acababa tocándole el pelo cuando yacían juntos, cuando se perdían en el disfrute y se olvidaban de todo. Ahí Mikleo nunca se quejaba, solían estar demasiado ocupados en comerse a besos como para reparar en esos detalles que hacían la experiencia inolvidable. Y una vez incluso le dejó hacerle una trenza después de hacer el amor, quizá porque estaba cansado y no le apetecía protestar. Todas esas veces Sorey las atesoraba más de lo que nunca había hecho con los fragmentos de la Historia de Arcilla.

Aquella fue una de las ocasiones más comunes, una interpretación del primer caso. Mikleo descansaba plácidamente entre sus brazos, ajeno a todo lo que le rodeaba. Tenía los ojos cerrados pero todavía no había llegado a dormirse del todo. Sus capas cubrían sus cuerpos desnudos y el resto de sus ropas les servían de colchón. Estaban de paso por el bosque de Lhitwerg, que ahora era mucho más frondoso, vivo y seguro de lo que había sido durante su época. Descansaban en una hondonada entre los árboles, la noche ya había caído sobre ellos hacía horas. Aquel lugar había cambiado tantísimo... En nada se parecía a aquel bosque remoto y peligroso en el que nadie se aventuraba a adentrarse y en el que solo un loco osaría perderse. Gracias a los movimientos de los continentes se había vuelto una zona de paso entre el sur del Imperio y una nueva península bautizada Faldies en honor al descubrimiento de sus ruinas más emblemáticas. Muchos humanos transitaban el bosque por el camino más rápido, un sendero directo entre el pantano y las llanuras de la localidad, y muchos serafines escondían sus secretos y sus actos de amor entre las ramas y los recovecos. Mikleo y Sorey, después de todo, no eran ninguna excepción. Aquel bosque era famoso entre los de su raza como un lugar usado por los amantes para entregarse mutuamente y, en un arranque de picardía, les había apetecido comprobarlo. Algunos decían que era por sus flores, por las rosaledas que habían empezado a crecer casi trescientos años atrás gracias al cambio en los minerales del suelo. Quizá tuvieran razón, quizá no. Lo que sí que era cierto es que cumplían a la perfección el sueño de yacer bajo un lecho de flores.

Cuando un pétalo rojo aterrizó sobre la nariz de su compañero y le hizo estornudar, Sorey sonrió. Habían ido a acostarse bajo un rosal que se enroscaba alrededor del tronco de un almendro, pero no se dio cuenta hasta que no vio los pétalos carmesí desperdigados por doquier. Ahora entendía el toque diferente, el aroma a rosas que los envolvía. Mikleo solía oler a lavanda y a jazmín, a flores elegantes y delicadas. La pasión de aquella noche había tenido que venir de la mano del perfume de las rosas rojas, acentuando el deseo que sentía cada vez que estaban juntos, ese que nunca se extinguiría ni aunque viajasen sin descanso durante mil años más.

Con suavidad, el antiguo Pastor retiró el pétalo del rostro del serafín de agua, aprovechando para posar un suave beso sobre sus labios silenciosos. Los párpados del albino temblaron y se acercó un poco más a él, buscando cobijo ante un frío que no sentía. Sorey le envolvió entre sus brazos, acariciándole la espalda y sintiendo la chispa de la pasión volver a encenderse con solo rozarle. Le adoraba, le quería con toda su alma. Era lo único que en su momento tuvo claro y lo único que sabría con seguridad absoluta durante toda su vida. Y ya no lo confundía con el amor fraternal que creyó sentir antaño, nunca más lo haría. Sabía que le quería en el sentido romántico de la palabra y que era totalmente mutuo. Solo eso ya era una razón para sonreír. Que se desperezase en sus brazos y lo primero que hiciese fuese buscar sus labios, otra todavía más gratificante.

Los ojos malva de Mikleo capturaron los suyos en el momento mismo en el que los abrió, por eso le pilló desprevenido el beso del albino. Todavía abrazados, sus labios bailaron y las puntas de sus lenguas pretendieron entremezclarse, más tímidas de lo que debieran. Una mano callosa se afianzó en la cintura del albino, acariciando la tersa piel bajo sus dedos. Una risita escapó durante su beso, divertido al notar el leve peso del otro serafín mientras este se encaramaba a sus caderas. Mientras se besaban sin descanso y volvían a perder el pudor, una de las manos de Mikleo se apoyó en la tierra bajo ellos. En ese lateral en concreto, rozando el pecho desnudo de Sorey, había caído una rosa con su rama y todo. El serafín de agua dejó escapar un quejido molesto al notar las espinas de la flor incrustándose en su mano. Rompió el contacto y enderezó la espalda, seguido de su amante. Las manos del serafín de tierra no abandonaron su cintura, manteniéndolo afianzado en ese abrazo.

-Qué forma más molesta de estropear el ambiente. -Se quejó Mikleo, maldiciendo en su mente a las rosas, a sus espinas y a esa vez que Edna y Rose se dedicaron a hablar de cactus en mitad del desierto.

-Déjame ver. -Pidió el antiguo Pastor, sosteniendo con una de sus manos la palma herida de su amigo. No era nada grave, solo un picotazo que se veía gracias a las tres gotitas de sangre que lo decoraba, de un escarlata tan brillante como los pétalos de la culpable. Con una amable sonrisa besó su mano, pasando la lengua por las heridas. Frente a él, el serafín no pudo evitar sonrojarse.

-N-No hagas eso, bobo.

-Cosas peores habré hecho. -Bromeó-. ¿Te duele?

-Qué va. Es una tontería, Sorey.

-¿Seguro?

-Sorey.

-Vale, vale. -El rubio sonrió cuando los brazos de Mikleo rodearon su cuello, juntándose de nuevo dos cuerpos cuya temperatura aumentaba por momentos. Acarició su rostro y rompió de nuevo esa regla particular al colocarle unos traviesos mechones del flequillo tras la oreja. Iban a besarse de nuevo, pero reparó en que todavía tenía el ceño fruncido-. ¿Ocurre algo?

-No voy a ponerme a poner pegas ahora porque me apetece, pero la próxima vez que lo hagamos, exijo que sea en una cama decente.

-¿Eh? Pero había oído de unas ruinas muy cerca de aquí que...

-Quiero. Una. Cama.

Las alegres carcajadas de Sorey llenaron el bosque y la rosaleda, comentándole a esos pétalos que sus travesuras tenían mucha más inocencia de lo que aparentaban. Mikleo se le unió en risas cuando el serafín de tierra comenzó a llenar de besos su pálido cuello, rozando exactamente donde sabía que tenía las cosquillas y también donde sabía que se encontraban sus puntos más sensibles. Cuando habló, su voz sonó un poco más ronca de lo habitual.

-Como desees.

The Languaje of Flowers [SorMik Week 2019]Where stories live. Discover now