– ¿Cuándo piensa sacar a bailar a la señorita Adams? La fiesta está ya decayendo, sería una pena que dejasen pasar la oportunidad de bailar. No creo que la orquesta toque mucho más. A lo sumo, tres canciones más.

Sin previo aviso Burroughs se levantó de la silla y cogiendo de la mano a Desdemona, tiró de ella hacia la improvisada pista de baile. Cuando sus dedos se rozaron, un cosquilleo recorrió el cuerpo de la muchacha. Hacia tiempo que no sentía el tacto de las manos de un hombre enredándose entre sus dedos. Era una sensación extraña para ella, pero no le disgustaba. Tocar a un caballero era algo casi prohibido, excepto en los bailes. Muchos hombres aprovechaban esos momentos para sobar a las jovencitas con descaro, cuidándose de no ser pillados. Pero ese hombre no era de los sobones. Mantenía una más que prudente distancia entre los dos, como si estuviesen siendo observados, lo cual era del todo absurdo. ¿Quién iba a estar vigilándoles?

La canción que sonaba parecía llegar a su fin, por lo que la joven respiró tranquila. Quería bailar con él, sí, pero no demasiado tiempo. Solo lo necesario para hacerle saber que sus amenazas a ella no le afectaban. La pareja bailó sin mirarse, de forma mecánica, como si se hubiesen aprendido los pasos y ya no tuviesen que prestar atención para no equivocarse.

– Toda una debutante–  murmuró el hombre.

– ¿Disculpe?

– Es usted toda una debutante, por mucho que lo niegue. Una institutriz criada por unas monjas no sabría los pasos de este baile–  Desdemona le respondió con un bufido, a lo que Burroughs se carcajeó.

La canción terminó y ambos hicieron ademán para volver a la mesa, pero a pesar de la distancia que los separaba con la mesa, Madame Rigaud les indicó que continuasen bailando.

– Esa mujer es... Le deseo suerte con ella en su viaje hasta Bagdad. Si yo fuera usted, saltaría del tren en cuanto saliese de la estación–  el hombre parecía divertido por la situación.

– Ya, pero a estas alturas debería saber que yo no le tengo miedo a nada. Ni a las amenazas–  declaró Desdemona.

– ¿Amenazas? ¿Alguien la está amenazando?–  el tono con el que Burroughs hizo la pregunta sonaba sincero y preocupado, pero Desdemona no se fiaba de él.

– No se haga el tonto, porque no lo es.

– Aprecio que no me considere tonto, pero le puedo asegurar que mi pregunta es de buena fe. Como le comenté en la cubierta, si necesita ayuda, puede confiar en mí y en mi compañero.

– ¿Y si el que me está amenazando es el que me ofrece ayuda? ¿Qué debería hacer entonces?–  Burroughs no estaba preparado para las palabras de Desdemona. Durante unos segundos se quedó parado en medio de la pista. La joven tuvo que tomar el control del baile, o llamarían la atención del resto de asistentes. Y lo último que quería era llamar la atención.

– Las insinuaciones que está usted haciendo son muy graves, señorita. Y tengo que decirle, que del todo incorrectas. Debería tener mejor ojo a la hora de juzgar a la gente, pues está confundida por completo. Además, no es la primera vez que se equivoca en cuanto a sus asunciones.

– ¿De veras me equivoco? Porque todo apunta a que no lo hago–  la canción terminó y la pareja se separó, volviendo a la mesa como si nada hubiese sucedido.

– No se quede en la superficie, señorita Adams. La realidad tiene muchas capas–  respondió Burroughs antes de que llegasen a la mesa. Sus miradas se cruzaron y por un momento Desdemona se asustó. Los ojos de ese hombre la observaban con tal intensidad que la joven pensó que todos se darían cuenta de que habían discutido. Esos ojos hablaban más que su dueño. Mostraban la rabia que Burroughs se estaba conteniendo. Pero, ¿por qué estaba tan enfadado? ¿Sería que le había insultado sin darse cuenta?

En la mesa nadie parecía haberse dado cuenta del conflicto existente entre la pareja de baile.Madame Rigaud les recibió con alegría, felicitándoles por lo buena pareja que hacían bailando.

– Señorita Adams, permítame decirle que no he conocido a ninguna institutriz que baile como usted. ¿Dónde ha aprendido a moverse tan bien en la pista?–  Desdemona notó como Burroughs la miraba de nuevo, esperando la respuesta a algo que él mismo había comentado minutos atrás.

– No bailo tan bien, Madame Rigaud. Todo es mérito de mi compañero, que ha sabido llevarme muy bien.

– No sea modesta. Esos pies suyos saben moverse a la perfección–  la mujer no iba a parar hasta conseguir una respuesta y cuanto más tardase en dársela, más sospechas levantaría.

– Tengo que confesarle un secreto, Madame Rigaud–  la mujer se acercó a la joven, esperando que esta le contase algo escandaloso. Desdemona miró a los lados, mirando que nadie les prestase atención. El único que lo hacía era Burroughs, atento a la conversación–  Nuestra madre superiora fue debutante muchos años atrás, pero al parecer un escándalo hizo que sus padres la ingresasen en un convento. Siempre hablaba de lo mucho que le gustaba bailar, así que nos enseñaba a las niñas los pasos de baile que tanto le había costado aprender y que ya no podía practicar.

– ¿Un escándalo? Por un hombre, me imagino–  la explicación de Desdemona no había sido suficiente para calmar las ansias de cotilleo de la mujer. La muchacha recurrió al último escándalo que había oído, esperando que no hubiese llegado a los oídos de la señora.

– Por lo que se comentaba, al parecer se iba a casar con un marqués, pero en el último momento este huyó a otro país.

– ¿Huyó? ¿Por qué habría de huir un marqués? ¿Tan fea era esa mujer?

– Eso nos preguntábamos todas las muchachas. Un marqués habría podido rechazar el matrimonio, pero al parecer este abandonó a la joven después de que llegasen a sus oídos que esta había tenido encuentros con un aristócrata ruso.

– ¡Un ruso!–  Madame Rigaud estaba disfrutando de la historia como una niña pequeña.

– Un ruso–  confirmó Desdemona–  El marqués, roto de dolor, huyó en medio de la noche. Se dice que se unió al ejército, a pesar de no saber ni cómo coger una pistola.

Las carcajadas del señor Robertson sorprendieron a ambas mujeres, que se giraron para ver qué le ocurría.

– ¡Un marqués uniéndose al ejército! ¡Qué historia tan divertida! Y todo por amor, ¿verdad?

– Efectivamente, señor Robertson. O eso es lo que se comentaba entre las niñas–  Desdemona no comprendía que le podía hacer tanta gracia al hombre, que se reía tanto que las lágrimas se le saltaban de los ojos.–  Que la historia sea cierta o no, no lo sé.

– ¡Claro que es cierta!–  afirmó Madame Rigaud–  Esas cosas pasan. Cuando yo era debutante, y antes de conocer a mi querido Alfred, una de las jovencitas huyó con un muchacho en medio de la noche para casarse en Gretna Green. El chico era un soldadete, que gracias a la ayuda de su suegro, pudo ascender rápidamente y ser Capitán. Muchas veces las familias intentan tapar los escándalos, pero otras veces es imposible y las muchachas acaban en conventos.

Desdemona, al ver que la mujer empezaba a hablar de nuevo sin parar, miró al resto de compañeros de mesa. Monsier Rigaud estaba a punto de quedarse dormido, el señor Robertson escuchaba a la mujer y Burroughs tenía la vista clavada en la pista, donde la banda de música se estaba despidiendo de los asistentes. La fiesta había llegado a su fin, por mucho que Madame Rigaud quisiese seguir parloteando. Al ver que su marido se estaba quedando dormido, la mujer le despertó y se despidieron de sus acompañantes, quedando en verse en algún momento del día siguiente, antes de llegar a Constantinopla.

El señor Robertson salió a fumar antes de ir a su camarote, despidiéndose galantemente de Desdemona. Esta se dispuso a irse, dejando a Burroughs sentando en la mesa.

– Debería tener cuidado con las mentiras que cuenta, señorita Adams–  murmuró lo suficientemente alto para que ella le oyese–  Nunca sabe quién las puede estar escuchando.

De nuevo ese hombre y sus frases misteriosas. Pensó en encararle, pero estaba demasiado cansada. Ya lo haría al día siguiente, reflexionó mientras se unía a la línea de personas que salían de la fiesta. Mañana sería otro día.

LA PUREZADonde viven las historias. Descúbrelo ahora