Capítulo 5 - Los designios de los dioses

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Mi nodriza solía decir que los dioses pueden ser muy caprichosos, que les gusta jugar con las hebras del destino y poner a prueba a los humanos, incitarlos a realizar actos imposibles o llevarlos a extremos para después abandonarlos a su suerte. Su opinión es tan cambiante como el viento, puede ser furiosa como un vendaval o suave como la brisa que susurra a nuestro oído. Sus decisiones, que están más allá de nuestro entendimiento, deben considerarse órdenes. Y pobre de aquel que se atreva a contradecirles, pues si de algo pueden jactarse es de su poder sin límites. Quien se enfrenta a un dios vive el tiempo suficiente para tener que arrepentirse.

A pesar de sus advertencias, no imaginaba que fueran tan caprichosos.

Los días que siguieron a la llegada del tal llamado elegido de los dioses fueron como una continua celebración del Solsticio. Todo el mundo quería conocerle, no se hablaba de otra cosa. La cerveza, el vino y la sidra fluían hasta bien entrada la madrugada en la taberna al aire libre que había junto a las bodegas, mientras las plegarias y las ofrendas se acumulaban en el pequeño habitáculo que servía de templo para las tres creencias.

La mayoría de los celirianos seguían venerando a sus deidades dejando ofrendas en el bosque, pero con la llegada de los viajeros del este y su culto a los dioses gemelos y la devoción de los kalaveses por la que llamaban la Diosa Madre, la Academia se había visto obligada a habilitar un recinto en el que unir a los tres cultos, para que la gente pudiera honrar allí a los suyos. Cada pared de ese templo común mostraba una pintura con los símbolos y representaciones de las deidades y espacio suficiente para las ofrendas, que en aquellos momentos empezaba a escasear.

Aquel joven al que todos veneraban no parecía un héroe. Debía tener la misma edad que yo y su apariencia era todo lo contrario a lo que cabría esperar. Era muy delgado, de aspecto casi enfermizo; su pelo era negro como un tizón, con rizos alborotados y desgreñados, a pesar de que lo llevaba bastante corto. Sus ojos eran verdes, o eso me pareció, ya que la mayor parte del tiempo evitaba las miradas, como avergonzado por atraer tanta atención. Su rostro alargado y anguloso tenía las mejillas marcadas de quien no goza de buena salud y sus ropas desgastadas me recordaban más a las de un criado que a las de alguien destinado a salvar el mundo. Decir que era decepcionante sería quedarse corto.

Estaba claro que la mayoría no opinaba lo mismo que yo. No le dejaban un segundo a solas, lo seguían a todas partes con adoración en los ojos, le ofrecían regalos y lo incluían en conversaciones en las que raras veces participaba. Los primeros días no crucé más que unas pocas palabras con él. Sentía curiosidad como todos, al fin y al cabo habíamos crecido escuchando aquella profecía como una promesa de prosperidad en un mundo cuyo futuro se antojaba incierto. Pero había algo en él que no me gustaba.

—¿Qué creéis que tiene de especial? —preguntó Adelbert mientras observábamos desde una de las mesas de la taberna al coro de admiradores que se arremolinaba a su alrededor.

—Que le han escogido los dioses —contestó Hubert con un resoplido.

—Pues debieron olvidarse de ti cuando repartieron la inteligencia —dijo Adelbert con brusquedad—. Me refiero aparte de eso.

—Es su derecho de nacimiento —dije—. Como el tuyo. Como el mío. Nuestra sangre nos define.

—Solo lo veneran porque un grupo de viejos patéticos nos contaron un cuento sobre un niño que nació con un destino.

—Ya sabes que los dioses escogen a sus protegidos y nos hacen saber sus designios a través de los oráculos —afirmó Findlay—. Siempre ha sido así. Y rara vez se equivocan.

—¿Qué es un orácolo? —preguntó otro de los chicos que se sentaban a nuestra mesa. Se llamaba Thurs; provenía de uno de los clanes más poderosos de Vanar, lo que en su cultura vendría a ser la nobleza. Había venido de muy lejos para aprender nuestras costumbres.

La sombra del cuervo rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora