Capítulo 4 - La Academia

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Durante todo el camino había dibujado en mi mente cómo sería la Academia: tal vez una pequeña ciudad rodeada por regias murallas, o quizá un castillo similar a Brandorf, pero más amplio y majestuoso, o un conjunto de torres entrelazadas entre sí formando un enorme complejo. Cuando mi escolta y yo nos adentramos en el bosque de Bellovado busqué en vano entre las altas ramas de los árboles cualquier atisbo de torre, almena o muralla que pudiera vislumbrarse. Empezaba a preguntarme si no nos habríamos equivocado de camino, hasta que, al llegar a un claro, apareció ante nosotros una empalizada de madera y piedra de unas cinco varas de altura, con torretas cubiertas en las esquinas. Creí que se trataba de alguna aldea que estaba de paso pero, para mi sorpresa, Richart anunció que habíamos llegado a nuestro destino.

No era en absoluto lo que esperaba encontrarme. Aquello se asemejaba más a una granja de grandes dimensiones que a una fortaleza. Había varios edificios bajos, de uno o dos pisos, construidos en grandes bloques de piedra caliza; pasamos por delante de unos establos, una herrería y un patio con un pozo. Más allá se podían ver bancos y mesas de madera dispuestas en fila y una gran zona despejada donde unos muchachos practicaban con la espada. Nos detuvimos frente a un edificio redondo circundado por columnas y coronado por una enorme cúpula. Richart lo llamó la Cámara del Consejo, instándome a que entrara con él para presentarme ante los rectores.

Los hombres que me habían acompañado hasta allí se marcharon esa misma tarde. Mientras me despedía de ellos, los sirvientes se encargaron de llevar mis pertenencias a las habitaciones. Uno de ellos, un individuo enjuto y serio que se presentó como mayordomo principal de la Academia, me mostró el lugar y me puso al corriente de todo lo que necesitaba saber. Los terrenos se extendían más allá de la Cámara del Consejo, con varios edificios separados por un amplio espacio que se usaba para las prácticas. Las cocinas y el salón principal rodeaban la plaza del Consejo, en el centro de la cual había una fuente de piedra decorada con pájaros y dragones esculpidos. En la zona sur, algo más alejada del resto, había bodegas, graneros y varios establos que contenían cerdos, gallinas, vacas y ovejas. En conjunto, parecía una pequeña villa independiente, aislada del exterior por las elevadas barreras que la rodeaban y un mar de espesura verde que se extendía en todas direcciones.

Las dependencias de los aprendices y los maestros estaban distribuidas en varios edificios colindantes, cada uno de ellos de dos pisos de altura. Me sorprendió descubrir que las habitaciones eran largas salas con hileras de camas a ambos lados en las que fácilmente podrían alojarse medio centenar de personas. Acostumbrado como estaba a disfrutar de aposentos privados, ese lugar me parecía más propio de la plebe que de señores de sangre noble como yo. Ante mi protesta, el mayordomo me indicó que en la Academia nadie poseía habitaciones privadas salvo los maestros; le acompañé de mala gana hasta el lecho que me habían adjudicado, donde mis pertenencias ya estaban esperándome.

Después de recordarme la hora de la cena, me dejó solo en aquella inmensa sala mal iluminada. Cada uno de los aprendices contaba con una cama con colchón de lana y almohadón de pluma, un amplio arcón de madera negra y una mesita en la que había un candil y varias velas. No había forma de distinguir de quién era cada espacio, todos los muebles eran iguales, sin marcas, sellos o tapices que pudieran servir de alguna indicación, ni tampoco había separación alguna entre ellos que concediera algo de intimidad. Tuve que contar el número de camas que separaban la mía de la puerta de entrada para no confundirme más tarde.

Cuando salí al exterior estaba empezando a oscurecer. Me dirigí al salón principal, situado en la plaza, donde la gente se reunía a la hora de las comidas; la mayoría se estaban encaminando ya hacia allí. Eché un vistazo a los que iban a ser mis compañeros durante los siguientes años: eran muchachos jóvenes, algunos más pequeños que yo y otros bastante mayores; también había chicas, aunque en un número mucho más reducido. Casi todos tenían rasgos celirianos, pero también había extranjeros de piel oscura que de seguro provenían de los reinos del este, otros tenían piel dorada y cabellos negros, y otros eran muy pálidos, con ojos rasgados, por lo que supuse que serían originarios de Kalavia. Sus miradas descaradas mientras me estudiaban de arriba abajo y cuchicheaban me hicieron sentir incómodo.

La sombra del cuervo rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora