Capítulo 3 - Por la espada

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Cuando era niño soñaba con ser un caballero.

Tal vez la razón de ese anhelo fueran las leyendas que mi nodriza me contaba cada noche, historias de grandes héroes que cobraban vida al calor de las llamas y cuyas hazañas se repetían con más detalle e intensidad a medida que yo iba creciendo: las campañas de Laigaris en la guerra de los Cuatro Reinos; Alarith el Cazador, que luchaba contra todo tipo de monstruos; Giles de Reylard unificando los reinos en un gran imperio; Thersandros y su viaje al Abismo; Meridias en la batalla de las diez mil espadas... Todos aquellos valientes habían marcado el pasado con sus proezas y su ejemplo era una aspiración para cualquiera que quisiera grabar su nombre con letras de oro en la historia.

Pero ese deseo tomó forma cuando vi por primera vez a mi padre partir hacia la guerra. Iba engalanado con una armadura de plata que brillaba como la luz del sol, con el peto repujado en oro formando el relieve de un pájaro y adornado con incrustaciones de bronce; una capa roja como la grana caía majestuosa sobre su espalda y sobre el robusto corcel que montaba. Al observarlo, tan imponente y regio, mientras gritaba órdenes a sus oficiales y soldados, casi no pude reconocerlo. Creí que estaba ante uno de esos héroes de los que tanto había oído hablar, ante un guerrero invencible que por alguna extraña fortuna se había acercado a nuestro castillo. Cuando se giró hacia mí y contemplé sus rasgos, supe que nunca me sentiría tan orgulloso de ser su hijo como en aquel momento y que debía esforzarme para poder estar algún día a su altura.

Se despidió de mí con solemnidad antes de partir a la cabeza de una comitiva de jinetes armados que muy pronto cruzaron el patio y las puertas de piedra, dejando tras de sí un silencio profundo y perturbador. Subí hasta la más alta torre para verlo marchar y allí permanecí hasta que los pendones al viento desaparecieron en el horizonte.

—Algún día seré un caballero —susurré cuando ya no quedó rastro de ellos.

—Claro que sí —dijo una voz familiar a mi espalda. Cuando me giré, vi a mi madre de pie junto a mí, con una suave sonrisa en los labios. Quién sabe cuánto tiempo llevaba allí—. Tu padre se sentirá orgulloso de ti —añadió, tomando mi mano y llevándome de nuevo al interior.

En aquella época, la guerra era una constante en nuestras vidas. Las campañas se extendían durante meses, manteniendo a todo hombre de armas alejado de su hogar y dejando solo a unos pocos al cuidado de los campos y de sus posesiones más preciadas. El nuestro era un feudo bastante amplio cuyas tierras se extendían al oeste del río Horn y llegaban hasta las Montañas Alzadas, que separaban nuestro reino de su vecino, Therion. La mayoría de esos territorios estaban al cuidado de señores vasallos, excepto los que lindaban con el castillo de Brandorf y la pequeña ciudadela que lo rodeaba, en la que campesinos y pastores convivían con los criados que abastecían y cuidaban de la fortaleza.

Nuestra familia provenía de un antiguo linaje que se remontaba siglos atrás, antes incluso de que aparecieran los reyes y decidieran poner límites a los terrenos que consideraban suyos. Mi padre decía a menudo que por nuestras venas corría la sangre de los antiguos, que habían llegado a través del mar cuando estas tierras eran aún salvajes, y que pocas familias pertenecían a una estirpe tan pura como la nuestra. Habíamos heredado de nuestros ancestros no solo aquellos amplios y fértiles terrenos, sino también riquezas suficientes para que se nos considerara una de las casas nobles más acaudalada de todo Celiras. Por esa razón, la presencia de nuestra familia era requerida siempre que el reino se veía amenazado.

Cada vez que mi padre y sus hombres marchaban a la batalla, la ciudadela y el castillo se convertían en una sombra de lo que habían sido, carentes del ajetreo y el bullicio habituales. Para mí, los días se hacían aburridos e interminables. Mi madre había decidido que si quería convertirme en un caballero debía formarme no solo en las armas, sino también en historia, religión y cortesía, por lo que mis horas de estudio con el maestre Gerland, mi instructor privado, me dejaban apenas unas pocas horas de luz para practicar con la espada de madera.

La sombra del cuervo rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora