CAPÍTULO DOS: PROFUNDIDAD

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Parece ser que gracias a los Manquian y a sus padres, Emilia tuvo una infancia casi siempre feliz. Digo casi, porque me cuesta creer que una niña que desde pequeña puede ver fantasmas lo sea del todo. No importa cuán acostumbrados estén ya de adultos, los que poseen dichas capacidades siempre tienen miedo al principio. Sin embargo, sé que las peores pesadillas de Emilia tenían que ver con la enfermedad y muerte de su madre, no con los fantasmas. Tengo la sospecha de que no fue un proceso corto, mucho menos fácil. Según he podido investigar, a los hijos de Ulises Almonacid los aquejó una dolencia desconocida y cruel que incluía fotofobia, náuseas severas por períodos prolongados, fuertes jaquecas y pérdida de memoria. Coincide con los síntomas clásicos de un tumor cerebral, pero por lo que tengo entendido no fue ese el diagnóstico en el caso de María Teresa Almonacid ni tampoco en el de su hermano. Mientras recababa datos, no pude evitar pensar en una especie de maldición, de esas que los escritores de terror usan tanto y que pueden perseguir a una familia por generaciones. Las largas vidas de Emilia y de Luisa, su prima, me hacen dudar de esa hipótesis.

La madre de Emilia murió cuando esta tenía diecinueve años. Quizás su interés por los fantasmas estuvo siempre ahí, quizás surgió desde entonces; no puedo asegurar ni la primera ni la segunda opción. Lo que sí sé es que las investigaciones de la joven, su cercanía a las memorias de su abuelo y las aventuras nocturnas con Gonzalo Manquian adquirieron fuerza por esa misma época.

Me alegra que no haya estado sola y que esa noche, tras su visita a los fantasmas que permanecían en el interior del 1006 de calle Independencia, alguien la esperara dispuesto a escuchar lo que tuviera que contar.

Al llegar junto a la citroneta, la que se erguía grisácea en medio de la noche, Emilia golpeó el vidrio de la ventana del asiento del copiloto para que Gonzalo le abriera la puerta, cosa que él hizo tras dar un respingo de sorpresa. Sobre su regazo había un libro y como insistí en preguntarle cuál era, Emilia me dijo que su amigo amaba a Verne, así que aunque no recordaba el título del libro en cuestión, probablemente era uno de dicho autor.

—Te demoraste menos de lo que pensaba... —murmuró Gonzalo mientras ella entraba en el automóvil.

—Apuesto que te quedaste dormido apenas me fui y que ni siquiera sabes la hora que es. —El aludido habrá sonreído con temor, como suele hacer todo aquel que es atacado por ese tono imperativo y brusco tan característico de Emilia Berríos─. ¿Pasó algo mientras no estuve?

─Sí, los náufragos encontraron una bala en el cuerpo de un cerdo y Cyrus Smith quiere descubrir si alguien más está viviendo en la isla.

En ese punto solté un murmullo, interrumpiendo su narración.

—Era La Isla Misteriosa el libro que estaba leyendo... —Al recibir una mirada fría de Emilia, tragué saliva con dificultad—. Gonzalo... Estaba leyendo...

—Cállate, Cristóbal.

—Lo siento. Continúe...

La anciana gruñó y luego se aclaró la garganta, mientras yo intentaba respirar lo más levemente posible. Siguió por donde lo había dejado y, aunque no lo dijo, supe que la respuesta de su antiguo amigo le había valido al joven una mirada igual o similar a la que yo acababa de recibir.

─Me refería a algo en el mundo real, Gonzalo— respondió Emilia y el aludido, antes de responder, procuró ponerse en posición para hacer marchar la citroneta.

─Ah, no. Y hablando de mundo real... ¿Cómo te fue?

─Bien.

—¿Estaban ahí? ¿Era cierto lo que averiguaste de ellos?

Figueroa & Asociado (Trilogía de la APA I)Where stories live. Discover now