9: Más Austral

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Esta idea era terrible, horrible, mala, muy mala, pésima, atroz, pero sobre todo aterradora. Estaba parada en frente de la casa de la mamá del Pajarraco. Estuve una hora eligiendo cómo vestirme. Tarde menos de cinco minutos en preparar la mochila con las cosas que iba a llevar a la expedición, pero en elegir un simple atuendo para conocer a la madre de Blass me llevó más de 50 minutos. Debido a que cambié de idea unas quince veces, antes de decidirme por un jean chupín color negro, unas zapatillas de lona negras y una remera que decía "A veces pretendo ser normal, pero me aburro rápido y vuelvo a ser yo". 

Mi abuela siempre me dice "No es bueno pretender ser alguien que no eres para impresionar a las personas, nunca sale nada bueno de ello". Así soy yo, con defectos y virtudes. No entendía por qué estaba tan nerviosa, mejor dicho, lo entendía a la perfección, me rehusaba a aceptarlo, que era distinto. Eran las 20.15 de la noche, llegaba un cuarto de hora tarde. La casa era grande, de dos pisos, una puerta doble en la entrada, y dos amplios ventanales uno a cada lado de la puerta. Levanté la mano para tocar el timbre y la bajé sin hacerlo, estaba a punto de dar la vuelta, cuando apareció una muy linda mano, y tocó el timbre. Miré a la persona dueña de esa mano y no me sorprendió en nada que fuera del Pajarraco. Se puso a mi lado, sin tocarme, pero estando muy cerca mío.

—Hola —dijo y sonrió tímidamente—, parecía que necesitabas ayuda.

—Estaba por hacerlo.

—Lo sé, solo quise acelerar las cosas.

Le devolví la sonrisa, aunque la mía era más tonta que tímida, esperamos en silencio hasta que la puerta se abrió. En ella apareció una mujer alta, pelo rubio y ojos azules, con una sonrisa contagiosa. Sus ojos se le llenaron de lágrimas, murmuró algo que no llegué a entender y me abrazó con fuerza. Miré sobre mi hombro hacia el Pajarraco, él nos observaba con dulzura.

—Mami le vas a romper una costilla —bromeó Blass—, si la soltás podremos pasar —me sostuvo unos momentos más y finalmente me dejó libre —. Las presento mamá ella es Alina, Alina ella es mi mamá.

—Encantada de conocerla —respondí.

—Por favor tutéame, estoy feliz de conocerte, gracias por traerme a mi hijo —la emoción le quebró la voz.

—No tiene nada que agradecer señora.

—Milenka o Mila, no me digas señora. Pasa por favor.

Entre a la casa, era cómoda y reconfortante, se sentía familiar, quizás eran los colores cálidos de las paredes o el olor de la comida casera. En las paredes había muchos cuadros y portaretratos. Los muebles eran de madera sólida, elegantes pero funcionales, los sillones eran de cuero color marfil con plaids en colores vivos, uno naranja, otro verde y otro azul, y estaban ocupados por el resto del equipo. Una arcada separaba el living del comedor, y en el medio del mismo se encontraba una gran mesa, la cual estaba armada para ocho personas.

—Bienvenida a mi hogar, siempre estás invitada, así que cuando quieras volver las puertas de mi casa siempre estarán abiertas para ti.

—Muchas gracias —balbuceé avergonzada—, solo cumplí con mi deber.

—Además de traerlo de Francia, lo salvaste en la celda. Creo que nunca serán suficientes los agradecimientos —su voz sonó más animada ahora—. Tampoco voy a olvidar nunca la vez que rescataste a Bastián de los zombis en Nueva Orleans.

— ¿Qué zombis? —preguntó el Pajarraco.

—Es una historia graciosa —respondí.

—No es una historia graciosa y acordamos no hablar de ello —acotó el Lobo Feroz apresurado—. ¿Por qué no nos sentamos?

Estrellas Fugaces y Fuego NegroOnde as histórias ganham vida. Descobre agora