6: Cuentos de hadas y viejas leyendas.

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El Pajarraco me miró intensamente, levantó la comisura de los labios e hizo una mueca de dolor. Se acercó a la cama me examinó detenidamente, cada golpe y cada corte. Estiró la mano y acarició mi mejilla, quería recostar mi cara en su palma, para estirar el contacto lo más posible.

— ¿Puedo ver si tus cortes necesitan atención?

—No, quiero descansar, anda a otro lado Pajarraco —dije en tono decidido, él suspiró teatralmente.

—No me voy a ir, haz pucheros, reniega, refunfuña todo lo que quieras, pero esta noche la pasare a tu lado —había decisión en su voz—. No te voy a dejar sola, necesito saber que estás bien —su tono cambió drásticamente, estaba desesperado.

—Está bien —dije con renuencia, y en un impulso salido de mi demencia agregué—, ¿Qué puedo hacer para esta situación sea más fácil para vos?

—Deja que vea tus lesiones, verificar nuevamente que no son graves.

— ¿Me vas a contar por qué?

—Todavía no, cuando no estemos en sanatorio. En un lugar tranquilo, cuando los dos estemos cómodos, ya hemos pasado por mucho los últimos días, por favor, no quiero discutir.

—No me convence la idea —acote—, pero como me pediste por favor voy a seguirte la corriente, solo por esta vez.

Me ayudó a sentarme en la cama e inspeccionó cada una de mis heridas. Tenía un par que no recordaba, un corte en la frente y un moretón en la rodilla izquierda. Cuando terminó, aplicó crema en las heridas y las vendó, se sentó a mi lado y me tomó la mano.

—Tienes que descansar Alina —murmuró seductoramente—. ¿Tienes hambre? —si seguía hablándome de esa forma iba a realizar una estupidez, como besarlo, o acurrucarme con él.

—Si, tengo hambre ¿Vas a buscar algo para cenar?

—Por supuesto —respondió ofendido— ¿Querés algo en particular?

—Empanadas de humita, o de pollo.

—Sus deseos son ordenes mi Lady.

Salió apresuradamente de la habitación, dejándome sola con mis pensamientos, todos embarullados. Quería tocarlo, besarlo y acurrucarme con él. Necesitaba alejarme lo más posible de él, me hacía sentir muchas cosas, y no todas eran buenas. Como la necesidad de pegarle cuando me molestaba, el ansia de acariciarlo o el anhelo de morderlo. Lo último era un problema, porque solo en situaciones muy específicas mordía, e implicaba, la mayoría de las veces, sábanas y ausencia de ropa. No quería desear morderlo. Mejor era cambiar el enfoque de mis pensamientos, nada que implicara el Pajarraco, o sábanas o morder, y muchos menos los tres juntos.

Arcoíris, los arcoíris son inofensivos. No tienen labios sensuales, con promesas de travesuras en sus comisuras y ojos verdes primavera con largas pestañas oscuras, diversión y un poco de locura en la mirada. Tampoco tienen un hoyuelo en la mejilla izquierda, solo visible cuando sonríe. Este tren de pensamiento no me lleva a ningún lugar, mejor dicho me lleva a un lugar donde no quiero estar, malditos arcoíris, no se puede confiar en ellos.

Quizás si pruebo con los unicornios sea diferente, ellos son todos tiernos y adorables, todos esponjosos, salvo los shad-hahvar persas, no querés cruzarte con esos. Para nada, de ninguna manera. La puerta se abrió, entró Blass con una bandeja, llevaba empanadas y milanesas con papas fritas.

—Hola de nuevo, traje la comida, agua para vos y jugo de naranja para mi —sonrió tímidamente, esa sonrisa tímida sola la esbozaba cuando estábamos a solas. Sonreí en respuesta, hasta que me procese de lo que dijo y me percaté del significado.

Estrellas Fugaces y Fuego NegroWhere stories live. Discover now