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CAPÍTULO CUATRO

MARC


Era miércoles. Al igual que los dos días anteriores me tuve que despertar medianamente temprano para poder llegar a mi hora a la universidad. Antes de salir de casa, me cercioré de preparar el almuerzo y que únicamente se tuviese que calentar para que fuese comestible. Sabía que mi madre llegaría a casa a la misma hora que el instituto daba el timbrazo final. No le daría tiempo a cocinar algo en condiciones, sin que las comilonas que tenía como hermanas se le echase encima.

Paré un momento en una gasolinera para repostar. Mientras el líquido petrolífero entraba en el tanque de mi vehículo, cogí mi móvil —aunque me habían dicho siempre por activa y por pasiva que el uso del teléfono en las gasolineras debería evitarse porque podía provocar una explosión en el surtidor. Pero yo me creía más listo que el resto; hasta el día que me explotase a mí— y le mandé un mensaje a Ricardo, Ricky para los amigos.

MARC

Voy de camino ¿nos vemos en la cafetería?

RICKY

Claro, bro. ¿Te voy pidiendo lo tuyo?

MARC

Sí. Total, es una bebida fría

Fui a añadir algo más, cuando fijé mi mirada en el surtidor. Había llegado a los litros deseados. Bloqueé el móvil, retiré la manguera y me dirigí hacia el interior de la tienda para pagar el combustible.

Me coloqué detrás de un señor con inicios de calvicie y barrigón, que apestaba a alcohol. Esperé pacientemente a que el cajero fuese despachando a cada cliente, agradeciéndole su velocidad porque me quedaban menos de dos personas para que el maloliente barrigón desapareciese de mi vista. Tres para que pudiese pagar el combustible.

—Marc —me nombró una voz femenina demasiado familiar.

—El mismo e inigualable.

Me giré sobre mí mismo y busqué con la mirada alguna chica que pudiese reconocer en el establecimiento. En efecto que la encontré. En una de las tantas neveras con refrescos cercanas al mostrador se encontraba Sierra, recostada y con una mueca burlona en su rostro. Sus ojos pardos seguían igual a como los recordaba. Almendrados y achicados cuándo hacía aquel gesto con la nariz. Sonreí y ella me sonrío de vuelta, achicando aún más, —si es que podía— sus ojos, resaltando un pequeño lunar en su mejilla izquierda.

—Prepotente —bromeó, acercándose a dónde yo me encontraba.

—Insoportable.

—¿Qué haces por aquí? Pensaba que la «gran ciudad» no te gustaba —dijo, haciendo comillas con los dedos.

—Me mudé hace unas semanas. ¿Qué le ha pasado a tu pelo?

Ella frunció su ceño y volvió a arrugar su nariz. Cogió uno de los tantos mechones grisáceos —que solían ser castaños — y los observó meticulosamente. Posó sus ojos de nuevo en mí con la confusión reflejada en ellos.

—Está cambiado —aclaré.

—Quería probar algo nuevo, ¿por qué? Si tú también te lo quieres teñir, yo te lo hago encantada. Por los viejos tiempos.

—Debes admitir que cuando me teñí el pelo de rubio, era el terror de las nenas —bromeé, recordando el espantoso cambio de look que decidí hacerme a principios de bachillerato con el único resultado de parecer que llevaba un pollito en la cabeza.

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