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CAPÍTULO DOS

YAIZA


Los párpados volvían a pesarme consiguiendo que los ojos se me cerrasen de nuevo. Fue ahí cuando una vocecita aguda y molesta, gritaba sin parar y pegaba saltos como una loca en la cama que tenía en mi derecha.

—¡Lola, cállate! No he dormido en toda la noche —espeté. Su reacción fue totalmente contraria a la que esperaba. Su sonrisa en vez de desvanecerse se ensanchó aún más y a continuación empezó a lanzarme cojines para que me despertase.

—¡Yaiza! ¡Yaiza! —volvió a gritar como una posesa.

—¿Qué?

El agotamiento junto al nerviosismo estaba acentuando ya mi nefasto humor mañanero.

—Vamos a llegar tarde el primer día. ¡Levanta ya!

Se pasó las manos varias veces por su pelo, se dio la vuelta y comenzó a quitarle las arrugas inexistentes a su cama estirada. Me giré sobre mí misma y encendí mi móvil, percatándome de la hora que marcaba en la pantalla «07:45». Lola tenía razón, si no nos dábamos prisa no llegaríamos a tiempo, y todavía teníamos que mirar las clases a las que nos habían asignado.

«¡Qué estrés! ¿Por qué, mundo cruel?».

La realidad no tenía nada que ver a cómo te lo pintaban en las películas. Me levanté y me vestí con unos pantalones cortos y un top rayado y azulado junto a mis zapatillas favoritas. Me peiné el pelo en una coleta desenfada, dejando varios mechones rebeldes que se escapaban del recogido. Mi hermana, en cambio, se había arreglado más. Incluso había planeado lo que se pondría al día anterior. Yo no podría, era demasiado indecisa.

Desayunamos lo más rápido que pudimos, por miedo a perder el autobús —aunque yo también tenía miedo por la reacción de Lola si aquello llegase a ocurrir—. Antes de macharnos, nos despedimos de nuestra madre, para salir escopeteadas hacia la parada del bus.

Al igual que nosotras, había varios alumnos más esperándolo. Llegó y nos subimos una de las primeras para poder sentarnos en los asientos delanteros de la segunda planta.

Minutos más tarde nos encontrábamos en la puerta del I.E.S Manuel González. Los nervios que habían disminuido renacieron, incluso con más fuerza. Al contrario que mi hermana, que entraba para cursar primero de secundaria —donde todo el mundo era nuevo menos los repetidores—, yo me adentraba a segundo bachillerato con alumnos que llevaban los años anteriores juntos.

En cuánto bajamos del autobús, sin ni siquiera despedirse fue directamente a saludar a sus compañeras de rugby que empezaban nuevas en el instituto al igual que ella. Yo, en cambio, me dirigí en silencio hacia el interior del centro. Me topé con unas amplias escaleras en el centro, a su derecha encontrabas coloridas taquillas y a su izquierda se ubicaba el mostrador de secretaria —donde podría localizar mis clases y recoger mis horarios—. Me acerqué.

—Buenos días, ¿aquí es donde podrán indicarme mi clase y horarios?

—Sí, es correcto, ¿a qué clase vas tú, querida? —me preguntó la secretaria, amablemente.

—Segundo de bachillerato, ¿hace falta que le diga mi nombre? —miró por encima de la pantalla del ordenador con curiosidad para volver a bajarla de nuevo. Tecleó varias veces. Entonces comenzó a relatarme nombres y apellidos sin parar, hasta que escuché el mío y la corté abruptamente.

—Esa soy yo, Yaiza Molina —contesté. La observé cliqueando varias veces hasta que oí el sonoro pitido de la impresora, advirtiendo de que algo había sido impreso.

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