PARTE II

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Ya era hora de hacer algo. Si es que había algo que hacer, pensó, mientras sonreía en su interior. Recogió la deshilachada bolsa de cuero que se había convertido en su fiel compañera y se le echó al hombro.

Desde el principio del fin, se había mantenido cerca de su casa. Se sentía cómodo conociendo las calles, las casas y los lugares comunes de su vida. Sin embargo y, poco a poco, el pasear por ellos se convirtió en una terrible losa. La pena le encogía el ánimo mientras observaba vacíos y herrumbrosos los columpios y toboganes que, poco tiempo atrás, estaban llenos de niños y niñas, que alteraban el aire con sus gritos infantiles. Mientras, a su lado, un hervidero de padres y madres se enzarzaban en discusiones sobre el sexo de los ángeles, el fútbol, las compras, los vestidos o las tonterías que la tele se encargaba de vomitar diariamente en todas las casas.

Cuando la melancolía y, aquella terrible sensación de angustia, le atenazaron tanto el ánimo decidió comenzar a viajar. Bueno, viajar, viajar, no. Se limitaba a andar recogiendo lo que consideraba que podía irle bien. Ropa, comida, algunas herramientas y, conscientemente, se retiraba cuando notaba presencia humana.

En los primeros días después de la catástrofe todavía se veían personas vagando sin rumbo por las calles. Andaban como perdidos, después del atardecer, quemados y agotados y se afanaban en rebuscar en busca de algo que llevarse al estómago. Y. él tenía miedo a la compañía de la gente. Era un temor que se había ido madurado durante los largos años en que, él y su madre, lucharon contra su enfermedad. Tiempo en que sus compañeros de clase le lastimaban con comentarios terribles, mientras se reían de su aspecto. ¡Negro!, ¡mojón!, -le decían-, aunque muchos eran tan pequeños que apenas sabían casi hablar. Pero, ¡que rayos!, los insultos si que los sabían utilizar, con una crueldad que aún hoy, después de que todos hubieran muerto y desaparecido, le sorprendía.

Era ya el atardecer y comenzó, como en las últimas semanas, a andar sin un rumbo fijo. Era una locura salir al raso antes de que el sol hubiera desaparecido para ir a atormentar otras zonas de la tierra. Y esto era así incluso para él y su conveniente enfermedad. Los edificios, después de pasar más de un año del gran exterminio, se habían ido arruinando. Se caían de puro abandono pero, sobre todo, lo que los hombres habían construido durante siglos, se destruía por la acción de aquel sol anaranjado que ahora le miraba con aire socarrón desde el ocaso.

Extraña enfermedadWhere stories live. Discover now