A todos nos ha ocurrido. Que cuando pensamos que nada puede ir peor, llega algo o alguien y te demuestra todo lo contrario. Como olvidar el trabajo del equipo, con ello reprueban a todos y te sacan de la clase, y cuando crees que nada puede ir peor, tus amigos salen y te dan la golpiza de tu vida. O como cuando vas por la calle, destrozado porque tu madre acaba de morir. Buscas consuelo en ti novia, y quien contesta no es ella, sino su amante, y lo único que haces es escuchar al hijo de puta que la está empalando como nunca en su vida mientras ella gime de placer. En ese momento, crees que nada puede ir peor, pero un camión de carga arremetiendo a un costado de tu auto muy seguramente te demostrará que las cosas siempre se pueden poner peor. Justo en ese momento estaba descubriendo lo que conocemos como la Ley de Murphy: "Cuando parece que ya nada puede ir peor, empeorará".

—¡Cinco! —Dice el asaltante irritado mientras acerca más la pistola hacia mi

—Calma. No tengo más que libros y cuadernos aquí —digo mientras me quito la mochila. —Te la puedo dar, pero aun así...

—¡Cierra el puto hocico! —grita interrumpiéndome —Sabes muy bien que no me refiero a eso. Quiero el puñetero celular, la cartera, las llaves, los lentes y de paso los tenis que se ven muy chulos, jeje. ¡Cuatro! —Me grita a la cara. Cuando termina de hablar ya está a escasos centímetros de mí, con el cañón de su 1911 apuntando a mi estómago. Estira la mano y abre la palma esperando a que deposite las cosas más pequeñas. —Date prisa, puta madre, que no tenemos todo el día.

Seguido de eso, me quito los lentes y se los doy. No son vitales pero es mejor si los traigo puestos. Luego saco mi cartera y mis llaves y se las doy. Cierra el puño y las guarda en uno de los bolsillos de su chamarra gigante.

—Muy bien. Ahora te agachas lentamente y te sacas los tenis. Los pones uno junto al otro y los recoges para dármelos. Cuidado e intentas hacer algo, que te pongo un tiro y a dormir. ¡Tres!

Pero justo cuando me dispongo a darle mis tenis, eso que tantas horas detrás de un mostrador atendiendo a gordos quejumbrosos pidiendo hamburguesas mórbidamente grasosas, llega mi ángel de la guarda.

Todos en algún momento, tenemos un ángel de la guarda así. Como cuando te le vas a declarar a una chica, pero llega tu amigo y te dice que no lo hagas porque todos lo saben y solo vas a quedar en ridículo. Como esa persona que te dice que no pises ahí porque puedes caer por un agujero y resultar lastimado. Como esa amiga que llega cuando vas a huir de la ciudad para decirte que si te quiere y te hace quedar. Como ese doctor que llega justo en el momento indicado antes de que jales el gatillo.

—Alza las manos y date la vuelta, hijo de perra. —Dice el que parecía ser un oficial.

No tengo tiempo de darme levantar la cara. El asaltante se va directo a mi cuello aprovechando que estoy agachado, me da la vuelta y abraza mi cintura. Coloca el cañón en mi sien y junta su rostro al mío, con la intención de usarme como escudo humano.

—Vamos a ver. El mundo se acaba de ir a la mierda, las calles en caos, las personas con el culo abierto del miedo, ¡¿Qué no ves los cuerpos?! Qué más da un niño y sus cosas de cinco centavos.

—¿Y qué más da un puñetero ratero que duerme en un contenedor de basura? —Dice mientras apunta con su Beretta hacia nosotros.

—Que de igual manera no me vas a poder sacar de aquí. Me arrestas, ¿y luego? Las calles están a reventar, y no puedes avanzar más de dos metros sin correr el riesgo de atropellar a alguien o de esparcir más los restos de otro cuerpo.

—Mira, te puedes llevar las cosas, pero deja que el niño se lleve sus zapatos y su dignidad. Contaré hasta tres, levantas el arma y te retiras con sus pertenencias como si saltase un delfín del mar.

—¿Qué coño...? —Se cuestiona el asaltante. La forma en que lo dijo fue un tanto extraña.

—Levantas el arma, te retiras y sales corriendo como un canguro después de saltar muy alto.

—¿Es que eres gilipollas?

—¡Tres! —Grita el oficial

—Y una mierda, yo me quedo lo que quiero y tú vas y chingas a tu madre.

—¡Dos!

En ese momento, ignorando la cuenta atrás del oficial, me doy cuenta de que esas eran indirectas para mí.

Las indirectas normalmente son algo que no tomamos mucho en cuenta, pero que nos pueden sacar de un apuro. Desde esas señales que te da la chica que te gusta, las que te repiten una y otra vez cuando estás haciendo algo mal, hasta esas que te dicen cuando hueles mal. A veces ingeniosas, a veces mediocres, a veces sutiles, a veces obvias; pero eso sí, siempre presentes. Estaba claro que el oficial no era para nada imaginativo, pero como cuando descifras que esa chica en realidad quiere que te le declares, el descifrar lo que quería el oficial me salvó la vida.

—¡Uno!

—¡Mis cojones!

Pero en ese momento yo actué. Doblé las rodillas, bajé la cabeza, apreté los dientes y salté. Mi cabeza golpeó el mentón del hombre, y como extendí mis brazos para poder salir, el disparo de la pistola del asaltante no hizo más que perderse en el vacío. Después de eso salté hacia un lado y me lancé hacia el piso, confiando en que el policía redujera al asaltante, pero no pasó.

El oficial no se movió en lo absoluto. En lugar de eso, levantó su arma, apunto y abrió fuego. Uno, dos tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve. Con cada disparo, una bala penetraba el cuerpo del hombre, y forzaba a su cuerpo a retorcerse por el impacto. Al final, el hombre se estremeció y soltó un último respiro, antes de caer muerto con un cargador lleno dentro de su cuerpo.

Después de producir un sonido sordo que nada en el mundo puede replicar, un charco de sangre empieza a brotar del cuerpo cubriéndolo por arriba y por abajo.

Seguido a eso, el oficial arroja su arma al piso y corre hacia al cuerpo para tomar su pulso. Hay cosas obvias que, más que ayudar a alguien, molestan. Como preguntar, "¿Te caíste?" a alguien que esta tendido en el piso. O como preguntar "¿Estás bien?" a una persona que claramente tiene una mano hacia donde no debería de ir.

Después de confirmar lo obvio, el oficial se levanta y me tiende la mano para ayudarme a levantar

—Joder, eres bueno. Lo hiciste bien para ser tu primera vez, ¡JAJAJAJAJA!

—Pues en realidad no es mi primera vez.

—¿Qué...?

—Nada —Digo y me levanto. Me sacudo las ropas y le pregunto. —¿Puedo recuperar mis cosas?

—Vale, pero me das la pistola.

Después de ello, él se dirige a recoger su arma. Me volteo. Me agacho y busco a tientas mis cosas, y cuando las encuentro, las coloco en el piso claramente cubiertas de sangre. Miro a mi alrededor y encuentro medio galón de agua a un lado del basurero. Lo tomo, y lo vierto sobre mis cosas para limpiarlas. Tomo mis gafas y las limpio lo mejor posible. Después evaluó lo demás y me doy cuenta de que un celular con un agujero en el medio y una cartera empapada de agua puerca y sangre no iban a servir de nada. Así que me levanto y tomo la pistola. También cubierta de sangre, la enjuago y la miro. Una M1911, la familia de pistolas que salvó miles de vidas en la segunda guerra. La última vez que vi una estaba en una vitrina exhibida al lado de munición perforante.

—Eh, que eso no es para niños. —Dice el oficial. Al parecer había terminado su llamada y había guardado su pistola en su guarda. —Pero viendo las cosas, y habiendo pasado lo que pasó, no creo que te venga nada mal. ¿La sabes usar? Si la sabes usar, es toda tuya.

Una risa burlona brilla en mi rostro. Qué iba a saber yo de armas. La tomo, retiro el cargador, saco la bala de la recámara, la meto en el cargador, encajo el cargador, lo aseguro de un golpe, lleno la recamara, la levanto y doy un tiro al aire.

A mí nadie me iba a venir a contar sobre armas. Pero cuando la bajo, me doy cuenta de que acababa de romper el juramento que hice hace diez años. Ese juramento que ha definido mi vida hasta este momento.    

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⏰ Last updated: Jan 09, 2019 ⏰

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