Tiró de él hacia ella y casi pegó la nariz al reloj que, para su decepción, seguía dibujado sobre la piel de su madre. Pasó un dedo por encima y dejó escapar una exclamación de victoria cuando la tinta plateada siguió igual de apagada.

Ahora que ya tenía respuestas para sus preguntas iniciales, observó el reloj con más detalle y lo acarició suavemente, pensativa.

- ¿Qué se siente? – inquirió en un susurro reverente.

Su madre soltó un suspiro cargado de nostalgia y echó un poco la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos, como siempre hacía cuando se preparaba para relatar un recuerdo. Beca siempre pensó que era para recordar exactamente cada detalle: el olor a flores, el calor del sol en su piel, la brisa que se llevó volando su sombrero, el césped entre los dedos de sus pies mientras corría para recuperarlo.

- Es una sensación extraña – confesó Johanna.

Su mirada estaba perdida en algún punto de la pared contra la que estaba el cabecero de la cama de Beca, viendo algo que no estaba allí: un parque en un caluroso día de primavera, gente paseando, perros persiguiendo pelotas de tenis y cazando frisbees en el aire, un hombre joven sentado en el césped con la nariz hundida en un libro de Charles Dickens.

- Es como... – se pausó un instante, buscando las palabras perfectas para describirlo. Sus ojos volvieron a enfocarse y sonrió a Beca –. Como un pequeño calambre que te sube por el brazo –escaló por el corto brazo de la niña con sus dedos –. Como un escalofrío que te recorre el cuerpo de arriba abajo.

- ¿Un es... eslacofrío? – repitió Beca, trabándose con la complicada palabra.

- No – río su madre –. Es-ca-lo-frí-o – volvió a decir, de forma lenta y clara –. Cuando de repente haces así – se estremeció para darle un ejemplo visual.

Los grandes ojos de Beca se iluminaron al reconocer lo que su madre le estaba describiendo y asintió con vigor.

- No es inmediato – continúa rememorando Johanna –. Tropecé con el pie de tu padre y caí frente a él. Él cerró su libro mientras yo me disculpaba y me sonrió, ofreciéndome su mano para levantarme. Fue ahí cuando lo sentí.

- ¿Qué hiciste?

- Al principio no sabía qué había pasado, entonces me miré la muñeca y vi mi reloj a cero. Tu padre también lo vio, me sonrió otra vez y dijo: Vaya, creo que debería presentarme. Soy Darren Mitchell.

- ¿Y papá? ¿También el suyo se puso a cero en ese momento? ¿Sintió lo mismo? – bombardeó de preguntas a su madre, llena de ansia y los ojos tan abiertos como sus oídos para no perderse ni una pizca de información.

- No lo sé, cielo – río Johanna, pasándose por sus ondas castañas la mano en la que lucía el anillo de boda y de pedida en el mismo dedo anular –. No sé qué sintió tu padre ni si fue en ese momento o más tarde, ya sabes que siempre lleva su reloj tapado – le recordó con una sonrisa dulce –. Pero sí sé que somos almas gemelas.

Pero para Beca eso no fue suficiente. Seguía teniendo muchas preguntas al respecto, y si su madre no era capaz de contestárselas, entonces tendría que emboscar a su padre cuando menos se lo esperase. O conseguirlas por sí misma.

Dicen que la curiosidad mató al gato, y es cierto. La curiosidad de Beca no la mató, pero sí fue el causante de que su familia se rompiera.

Y por eso Beca odia el reloj con toda su alma.

La única vez que siguió los pasos de su padre desde que cumplió los cinco años, fue cuando tomó la decisión de ocultar su reloj. Como medida temporal, se compró una gruesa pulsera de cuero a medida, con cierre ajustable para que se adaptase a ella según iba creciendo y se mantuviera fija en su sitio.

00:00:00Where stories live. Discover now