Miró a Valandil y comprendió que retenía algo en su garganta. Su rostro era un remolino de sin sentidos.

—No las conozco —dejó escapar Valandil—. Las constelaciones... Nunca las he visto...

—Busca alguna que conozcas, por amor a los dioses, Val —dijo Nikolai.

—¡Espera! —Valandil manoteó.

El color de su semblante desapareció a la medida de una manta de sudor. Daba la impresión de que, través del cristal, Valandil se debatía entre lo que era posible y lo que no. Lentamente, Nikolai siguió la dirección del catalejo, y poco le faltó para que la sangre dejara de fluirle a la cabeza.

Me tienes que estar jodiendo.

Las estrellas se fragmentaban como arena en el agua. El cielo se abarrotó de sablones. Como una corriente, el flujo se perdía a los lejos de la llanura. El firmamento se desvanecía como ceniza, irradiando un brillo platinado.

—Esto debe ser un sueño. —Heres se quedó sin quijada—. Esto debe ser un sueño. Esto debe ser un sueño. Esto tiene que ser un sueño...

—Se rompen —balbuceó Valandíl.

Las piernas de Nikolai comenzaron a moverse solas.

—Las voy a seguir —dijo—. Descienden hacia la planicie.

Sus compañeros parecieron caer en cuenta de aquello. La trayectoria del río de estrellas caía en el horizonte, como si algo las atrajese.

—¡Perderemos el rastro! —gritó Nikolai—. ¡De prisa!

Aun con sus sentidos alertas, bajar por el barranco no fue fácil; además, Nikolai no la pasaba tan mal como Valandil; todo lo que creía saber de astronomía parecía desaparecer junto a aquellas estrellas. Su rostro adquirió una mueca que intentaba encontrar referencias perdidas de algún libro en su cabeza. Heres, por su parte, se declaró sin pensamientos.

Llegaron al pie de la montaña, y las partículas descendían en espiral hacia un punto de la estepa.

—Llegaremos en unas cuantas horas —observó Heres—. Quizá haya amanecido para ese entonces.

—Para algo tenemos piernas —dijo Nikolai.

La gran columna de luz estaba lejos. Olía a fuego; olía a azufre y metal.

—¿Seremos los únicos testigos de esto? —preguntó Heres.

—Esto pinta a magia —dijo Nikolai.

—Y donde hay magia, hay problemas —dijo Valandil.

Eso me temo.

Algo dentro de ella ahogaba un grito, como si una parte de sí misma pereciese junto a aquellos hados. Intentaba no verlos despedazarse, con miedo de verse reflejada.

—Hay algo más en el horizonte. —Nikolai se detuvo en seco—. Parecen... —Dio un respingo—. ¡Parecen murallas!

—Y las estrellas caen justo detrás —agregó Heres, entornando los ojos—. Es un fuerte.

Por encima de sus cabezas seguían desfilando centenares de partículas doradas. Los Caballeros no pararon de cubrir distancia a pesar de que sus piernas gemían a cada paso. Sin darse cuenta, el agua de las cantimploras desapareció, y el hambre caminó junto a ellos como la penumbra. Heres fue el primero en caer. Nikolai se detuvo al percatarse, y sus rodillas tambalearon como un árbol en una tormenta.

—No estamos lejos —animó—. ¡Allí!

Las barreras se alzaban más claras que nunca, y más altas que ninguna. La fortaleza ya no parecía tan remota, detallándose así unas luces de naturaleza ígnea en ciertos puntos.

—Vamos —dijo Valandil, cargando a Heres de los hombros.

—No puedo más —jadeó Heres.

—¡Tienes qué! —le alentó Nikolai—. ¡Todos!

Nikolai se negaba a descansar; temía que la ciudadela desapareciera bajo sus narices al cerrar los ojos. Quería sobrevivir, y con la temperatura en su contra, apostó todo sobre la mesa. El suelo debajo de sus botas advirtió los límites de la pampa. Vislumbraron una senda, la cual siguieron de manera sinuosa, dejando atrás los caminos atropellados. La ciudad se mostraba cada vez más grande, y el polvo de estrellas iluminó puertas y dos torres, de lado a lado, antes de extenderse en la colosal formación. Hileras de columnas puntiagudas aparecieron a los costados del sendero, unidas por cuerdas negras y estelas azules.

—Ya estamos cerca —murmuró Nikolai para mantenerse cuerda—. Puedo verla.

No obtuvo respuesta. Giró sobre sus talones y comprobó que sus compañeros la seguían, sonriendo.

—Nos espera una posada, buena comida y cerveza.

—Se oye como el paraíso —dijo Valandil antes de caer junto a Heres.

—¡Val! —Nikolai trató de iniciar la carrera hacia él, pero los tobillos no le respondieron—. ¡Heres! ¡Por favor, Heres!

—El paraíso... —dijo el chico.

Nikolai intentó de nuevo ir hacia ellos, pero sus sentidos quedaron aislados de la realidad.

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