Capítulo 28

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El agua, parecida a un río de diamantes, fluía por canaletas que no escapaban al brillo de las llamas azules en las paredes del pasadizo. Cíntar lideraba la marcha silente como si persiguiese a un ladrón de almas. De vez en cuando dejaba salir una combustión de entre sus dedos, y el pecho le dolía como si respirase navajas. He sido un idiota, pero no se me escapará. Su estupidez lo asfixiaba tanto como el túnel.

Se apresuró al divisar una luz a la distancia, olvidándose de los humanos que le seguían el paso. Escuchó el tintinear de sus aceros como si el apremio los hubiese forjado, y se detuvo al borde de un umbral hacia el vacío.

-¡Cuidado!

La mano de Zid evitó que cayera, y casi lamentó deberle aquel rescate. Lo miró como una piedra antes de liberarse del vértigo, y observó que habían llegado a la boca de un muro en las alturas. Hacia el exilio se dibujaba una llanura descolorida que enfilaba casas demacradas por el paso de las edades y el olvido, trazando el contorno de una ciudadela espectral. La niebla parecía una nube desterrada; se arremolinaba a múltiples leguas entre las callejuelas, sin aliento, perdida en la ausencia del tiempo.

-El obelisco -dijo Zid.

Una columna distante de color sangre se alzaba en aquella necrópolis, perforando un cielo de piedra.

-Estamos debajo de Altamira -dijo Cíntar.

-¡Vaya lugar para esconderse! -exclamó Shaw, entornando los ojos en la búsqueda de vida.

El obelisco despidió un destello y luego un rugido. Apestaba a magia, de aquella a la que Cíntar jamás se acercaría, de la que se hablaba en voz baja y en compañía de Magos experimentados, quienes incluso rehuían a pronunciarla. Su temor era humano, y ni siquiera Sumput lo alentaría a continuar por aquella senda.

-Hay que seguir -dijo en contra de sí mismo al señalar el pilar de sangre.

Sus compañeros asintieron, y tuvo la certeza de que sus gargantas estaban tan frías como un témpano. Unos peldaños descendían hacia la bruma, lo que les permitió serpentear a ciegas hasta suelo raso. De vez en cuando, Cíntar creaba un escalón nuevo, acortando la distancia entre uno y otro, y cada vez que lo hacía, pensaba que rompía las leyes de aquel lugar, como si su magia fuese una herejía. La ciudad subterránea parecía mudar de piel; una piel opaca.

-No bajen la guardia -recomendó Shaw con la mano al cinto.

Los tejados daban la impresión de quererlos atacar, y a medida que se adentraban en las calles, los halos de luz del obelisco se intensificaron; siempre acompañados de un estruendo. Las telarañas entre los faroles parecían redes de pesca, y el polvo de las eras viajaba entre la niebla asemejándose a una bandada de murciélagos. Una calzada precedió a un puente a la orilla de una laguna.

-La superficie -dijo Zid, posando la mirada en el techo-. La gente debe estar muy asustada.

-¿Asustada? -chistó Shaw-. Pensarán que se trata de un milagro barato. Ya me los imagino postrándose a la orilla del oasis.

-¿No crees que es un trabajo de los dioses? -dijo Zid.

-Mira a tu alrededor y dime si los dioses pasaron por aquí.

-Depende del dios -zanjó Cíntar.

Las piernas de Cíntar cayeron presas de un hormigueo. Tuvo la certeza de que germinaban pellizcos. Las estalactitas brotaban del suelo como árboles. Un pasillo de columnas raídas los guio a unas escaleras que ascendían hacia una amplia rotonda.

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