Capítulo 1

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—¡Me cago en la...! —rugió un cliente—. ¡Ven acá, mocoso!

Zid sabía que aquello no podía ser nada bueno, y a pesar de tener la bandeja cargada de tragos, se dirigió hacia la gritería.

—Ya voy —dijo, intentando mantener la cabeza en alto.

—¿Qué mierda es esto? —preguntó un grandulón al verlo llegar. Su cara parecía un caldero al rojo vivo—. ¿Intentas envenenarme?

Zid notó que apenas había probado la cerveza. El líquido ambarino espumeaba por las orillas de la jarra, rabiosa y caliente.

—Le traeré otra —dijo, esbozando una media luna. Cualquier cosa con tal de salir airoso—. Cortesía de la casa —agregó.

El cliente escupió a un lado y lo despidió con un manotón. Zid tomó la jarra y salió disparado hacia las cocinas. En el camino, no escapó de la mirada del viejo Ted, que aparentaba trapear la barra con completa normalidad.

¿Y qué quieres que haga?

Aquello saldría de su salario, que ya de por sí valía menos que las suela de su zapatos. Dejó la bandeja a un lado del lavandero y comenzó a vaciar las cervezas una a una con la excusa de no volver a mostrar su cara en el salón. Afuera escuchaba risotadas que iban al son del golpeteo de los tarros.

El viejo Ted entró en las cocinas.

—¿Qué tanto haces? —preguntó al limpiarse las manos de su delantal—. ¡Vamos! ¡Llegaron los bardos y no quiero que nadie esté seco!

—No lo estarán —contestó Zid, quien ya llenaba de nuevo las pintas—. Por mí que se ahoguen en esto.

—Solo apresúrate —instó Ted—. Nada de lloriqueos. Sí. Sonríe. Eso es. No es tan difícil, ¿verdad?

—No lo es, pero...

—¡Así me gusta!

Y dicho esto, Ted volvió al salón principal. Zid lanzó un largo suspiro antes de darse cuenta del dolor que recorría su espalda desde los talones. Podía hacer un poco más de tiempo, pero ya escuchaba el rasgueo de los laudes llamándolo de nuevo al trabajo.

—Sonríe —se dijo. Y escupió en uno de los tragos.

***

La posada seguía llenándose y el ajetreo de Zid estaba lejos de llegar a su fin. Toda la taberna se convirtió en una fiesta, y los juglares no perdieron la oportunidad de ganar algunas monedas. Con gran maestría entonaron melodías dóricas, y en poco tiempo, la posada ya era una sala de baile. De la cocina emanaba un olor suculento a puerco, que se mezclaba con la fragancia de la cebada. Zid salía de ella una y otra vez como un relámpago, cargado con un sinfín de bandejas. Se inmiscuía entre los bailarines e intentaba distribuir los pedidos sin derramar una gota de licor.

—¡Ven acá! —escuchó.

No de nuevo.

Se hizo el sordo y zapateó un par de veces junto a los bardos. La verdad es que detestaba aquel tema; hablaba cursilerías campurusas, que más o menos siempre terminaban en el amor hacia un animal de granja.

—¡Te ordeno que vengas!

El camino a las cocinas estaba lejos, pero podía intentarlo. Se metió entre la multitud, tratando de no empujar a nadie más.

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