—¿Aún nada? —preguntó al ver que Valandil veía al cielo en la entrada de la cueva.

—Ni una —respondió con un catalejo a la mano, dejándose caer cerca de ella—. Seguimos a ciegas.

—A este paso terminaremos comiéndonos las espadas —dijo Heres, mordisqueando el mango de la bastarda.

—Mejor te aguantas hasta que encontremos a esos Magos —terció Valandil—. Nos lanzaron un maleficio, los hijos de puta.

—¿De verdad lo crees? —Heres levantó una ceja—. No estoy tan seguro.

—¿Ah no? ¿Y por qué estamos aquí, genio?

—Ninguno de ellos tenía su vara consigo.

Así que te diste cuenta, Heres.

A Valandil se le escaparon las palabras, o quizá le faltaron. Alzó el puño en una réplica silenciosa, y en un castañear de dientes se dio la vuelta con la intención de dormirse. Nikolai cruzó la mirada con Heres, quien no reprimió una media luna en su rostro, que se divertía de su propia suerte adversa. ¿Qué más nos queda?

***

Tenían que dar gracias a los entrenamientos del Capitán Shaw. Mientras atravesaba la vaguada, Nikolai supo que era la única razón por la cual seguía con vida. La noche llegó al borde de un desfiladero cuyo abismo se explayaba hacia unas planicies negras.

—Con cuidado —dijo Heres, una vez inspeccionado el linde—. Podríamos rodar hasta el pie de la montaña. —Miró a Nikolai—. Después de usted.

El viento les coreó como si les dijera que se aferrasen a cualquier pedazo de raíz en el descenso, pero el vértigo era el menor de los problemas ante la creciente oscuridad. A medio camino, con la llanura convertida en un mar nocturno, Nikolai escuchó el grito de Valandil, tan fuerte que hizo que desenvainara al tiro.

—¡¿Qué te sucede?! —le reclamó Nikolai al ver que no pasaba nada—. ¡No nos asustes así!

—Velo por ti misma —contestó Valandil, sin contenerse—. ¡Estamos salvados!

El Caballero señaló al cielo como si quisiera afincar su índice en él.

—Estrellas —dijo Heres—. ¡Muchas de ellas!

—¿Son reales? —Nikolai intentó contarlas.

—¡Por supuesto!—exclamó Valandil, catalejo en mano.

El cielo se recubrió de ellas. Sonreían desde las alturas, y a través del catalejo, Valandil comenzó a estudiarlas. Iba de lado a lado, rotando minuciosamente la mira y murmurando cálculos que Nikolai estaba lejos de entender.

—Dejémosle trabajar —murmuró Heres, sentándose a un costado de la colina. Se pasó la mano por el cabello.

—Ahora dependemos de él.

Por suerte.

—Dependemos de nosotros —dijo Heres, como si replicara el pensamiento.

Nikolai guardó silencio. Sea como fuese, estaban a un paso de regresar a casa. La posición de las estrellas les daría un rumbo y una excusa para tirar la brújula y el mapa. Suspiró, como si dejase escapar todo el peso de la responsabilidad que había asumido. Que se vaya.

—No lo entiendo —interrumpió Valandil, sin dejar de mirar por el catalejo—. Esto es muy raro.

—¿Algún problema?

DiamanteWhere stories live. Discover now