—Estaba loco. Joseph nos debe una explicación.

—¿Qué hay de la sentencia? No podemos permitir que la seguridad de Suntaé se vea amenazada.

—¡Exilio! —exigió un grupo atrás—. ¡Exilio en las Nieblas Perpetuas!

Annette se mordió la lengua para recordar que debía callarse, aunque ganas no le faltaba para pasarse de boca floja y sacudirse de aquellas opiniones absurdas. Nadie parecía ver el verdadero problema que revoloteaba libremente en las calles de Suntaé.

La multitud enmudeció junto a los pensamientos de Annette, quien ahora padecía nudos en la garganta al ver que se acercaba un anciano flacuchento de cabello trenzado.

—Hay mucho ruido —dijo este, deteniéndose a dos escalones de ellos—. ¿Por qué dañar la belleza del silencio? —Su rostro se paseó por toda la cuadra. Golpeó el suelo con su vara antes de aclararse el gañote—. El Consejo necesita paz, y me temo que no ayudan.

—Queremos explicaciones, Maestro Emler —aventuró un joven.

—¿Acaso el orgullo de los Magos está reducido a exigir sobras como perros callejeros? —reflexionó Emler—. ¡Qué bajo hemos caído! —Dio otro golpe con su vara—. No hay nada que explicar.

—Pero, Maestro... —interrumpió otro—. Iban a asesinar al Mago Cíntar.

El corazón de Annette dio un vuelco.

—Declararon la guerra en nuestras narices —dijo alguien más.

La turba volvió a encenderse, escalando en el nivel de sus voces. Emler no se había movido. Annette sabía que analizaba cada palabra que llegaba hasta él, ahora se veía con la soga al cuello. De seguir así, pronto no sería un grupo pequeño como aquel, sino toda la ciudad.

No puedes mentirles, abuelo.

Emler alzó su vara y el silencio se apropió por segunda vez del umbral.

—Los humanos están tras las rejas —dijo.

—¿Pero qué hay de Joseph? No podremos defendernos si los Caballeros deciden atacar. Sin Taumaturgos, estamos indefensos.

—¡Ya! —vociferó Emler, y una bola de fuego surgió en la punta de su vara—. Esas cuestiones no les corresponden a ustedes.

La multitud entendió que debía desaparecer. El repiqueteo de las varas mantenía la incertidumbre a regañadientes al alejarse, y la sombra de Emler parecía crecer a la par de un mal genio contenido.

—Perdóname el alboroto, Annette —dijo.

—¿De verdad lanzarías el hechizo? —dijo Annette, sonriéndole.

Emler masculló una risa a pesar de que sus arrugas se extendían hasta sus ojeras, que jugaban con sus ojos plateados.

—Ganas no faltan —dijo—. A veces, ganas no faltan de invocar cenizas. —Sus ojos fueron a dar a la cúpula del Palacio, que se alzaba a su espalda.

Annette se acercó a su abuelo y le acarició el rostro de sauce.

—¿Por qué no regresas a casa? —preguntó.

—No puedo —respondió Emler—. No hasta que el Consejo decida qué hacer. —Golpeó nuevamente la vara contra la escalinata—. Pero esos son temas para otra ocasión, mi niña. Sé que tienes otras cosas en mente. —Se dio la vuelta y caminó al interior del Palacio.

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