Capítulo 37

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Después que Darío los echó como perros a la calle se quedaron deambulando sin saber muy bien a dónde debían ir. El más preocupado era Vicente, puesto que tampoco logró convencer a su hermano para ir al hospital. La nariz de su mellizo no dejaba de gotear y tenía la cara inflamada por los golpes del viejo. En las horas que se hallaron envueltos por la lluvia tenue, pero que bien sabía humedecer y enfriar, Milo no dijo nada. Se limitaba a caminar con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, oculta por el frío y la vergüenza, los ojos opacos, la mirada perdida. Las cuencas como muertas. Puestos en cualquier lado menos en aquel momento.

Vicente intentó interrumpir su infranqueable silencio, pero le resultó imposible. Micaél jamás le contestaba. No quería imaginar lo que debía pasar por su cabeza. Había apagado el teléfono apenas los desterraron de la casa. No le interesaba saber de nada. No le importaba aquel video. No quería desilusionarse de la gente. Si no veía los infinitos comentarios hacia su medio pedazo, era como si no existían. Las burlas de nadie, las risas sin caras, los comentarios siniestros de gente amorfa. No quería ponerles nombres porque bien sabía Vicente que apenas hacerlo, les dibujaría una cruz imborrable. Por aquellos divagues andaba cuando sintió un fuerte empujón y si no era por el poste de luz que se hallaba detrás terminaba en el suelo.

—Andate. Te vas ya mismo a casa —le imperó serio Micaél. Se hallaba más seguro que cualquiera. El rostro imperturbable y furiosamente lastimado le dejaba un aspecto más determinante de lo habitual.

—¿Qué mierda te pasa Micaél? ¿Estás loco? —inquirió completamente dolido Vicente que recibió, una vez más, otro empujón.

—No seas estúpido Vicente, por favor te pido. Andate a casa que mamá y papá no están enojados con vos —le pidió Micaél señalando con el dedo una dirección inexacta pero que bien sabía imperarle la retirada a su hermano. En esta no quería que lo acompañase. No deseaba arrastrar a nadie. Menos a la persona que más le importaba.

—No me voy a ir.

—Si te vas a ir porque yo no quiero que estés acá conmigo. Así que te vas. Chau, fuera —le ordenó con el rostro serio y autoritario. Observó ceñudo a su hermano que lo miraba resentido y con un pómulo hinchado por recibir, de manera injusta, un golpe de su viejo.

—Vos no me vas a mandar a mí. Yo me voy nene si quiero. ¿Y sabés qué? Un carajo me voy a ir. Yo me quedo acá con vos. Te guste o no —se aseguró de dejarle bien en claro Vicente, casi a los gritos y sin importarle que se encontraban en el medio de la calle a horas de la madrugada —Harto estoy Micaél que quieras sobrellevar todo solo. Harto. Entendé nene de una vez por todas que solo no podés y que acá estoy yo...

—Cerrá el orto Vicente y andate —intentó siquiera escucharlo y girarse para dejarlo solo. No quería que su hermano se encadenase en su situación. No, cuando poco tenía que ver en semejante dilema.

—No, ahora me vas a escuchar. Puede que sea un inmaduro de mierda y que siempre dependa de vos hasta para sonarme los mocos —reconoció con un nudo apretado y, ciertamente colapsado por todo lo que estaban pasando —Es cierto que muchas veces soy un infantil y mucho no te sea de ayuda. Lo admito, pero esta vez da la casualidad que vos vas a necesitar de mí. Aunque no quieras yo me voy a quedar. Acá firme con vos. Porque, aunque le cueste entender a la vieja y al viejo, nos parieron en combo, en combo llegamos y en combo nos vamos. Ellos no te aceptan por puto, está perfecto, pero entonces tampoco me van a ver a mí —le aseguró y se limpió rápido las lágrimas para que su hermano lo tomase en serio o no lo obligase nuevamente a volver a la casa.

—Vicente vos sos consciente de la situación ¿no? —preguntó Micaél con el ánimo estrujado mientras observaba como su hermano intentaba ocultar su angustia.

7 Días para conocerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora