36. Elián

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 —Puede que esto no sea una pista de patinaje, pero es algo

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 —Puede que esto no sea una pista de patinaje, pero es algo. —Me encojo de hombros hacia el pequeño lago.

Espero por su reacción. Me preocupa que le disguste la idea. Tal vez estaba esperando que vayamos al cine o a cualquier lugar con calefacción. Puede que no le guste patinar, y en tal caso los patines que alquilé y que ahora cuelgan de mi hombro serían un auténtico desperdicio del poco dinero que ahorré para mí.

Salmeé no me deja pagar por dejarme dormir en su habitación e Hilda tampoco me permite darle ni un centavo por la comida. Mi sueldo está prácticamente entero, y dejando de lado los pocos billetes que guardo para la gasolina del coche y emergencias, el resto lo dejo en una cuenta bancaria. Ese dinero es para la gente que lastimé. Sé que lo material no revierte ningún daño mental o físico y tampoco puedo comprar un pasaje al pasado, pero esto es lo único que puedo hacer por ellos.

—No sé patinar —dice observando el hielo con desconfianza.

—Yo tampoco.

El fantasma de una sonrisa tira de sus labios y los míos imitan el gesto. Me dejo caer en la nieve y al instante mi trasero comienza con el proceso de congelamiento. Me quito con rapidez los zapatos y tomo los patines más grandes.

—Tenía pensando que tú me enseñaras a mí. —Ajusto los cordones—. Pero supongo que vamos a tener que aprender juntos.

—Fracasar juntos sería más adecuado.

Toma los más pequeños y los inspecciona con detenimiento, al igual que lo hace con todo. Deja de ser tan linda cuando frunce el ceño, pero parece más real. Si tiene una arruga entre las cejas sabes que está aquí, en el presente, sea endulzando su café, haciendo cuentas antes de cerrar o mirando un estúpido patín como si este guardara en sí las respuestas a todos los misterios del universo.

Me encanta verla pensar. No sé si eso me hace un tipo raro o muy flechado por Cupido.

—¿Tan poca fe nos tienes? Somos un buen equipo en el local. Tú lavas, yo seco. Tú tomas los pedidos, yo entrego. Somos geniales, incluso los empleados del mes.

—Siempre somos los empleados del mes porque somos los únicos dos empleados que hay.

Se sienta a mi lado y se saca los zapatos.

—No somos patinadores, Elián. Lo más probable es que termine cayéndome y tú me ayudes —habla con lógica y sé que probablemente eso es lo que termine ocurriendo.

—Luego me caeré yo y ahí será tu turno para rescatar mi jardín trasero de esta terrible helada, ¿trato?

—Será un placer fracasar contigo entonces.

Por un momento, mientras se ata los cordones, me quedo embobado. En un fondo gélido, frágil y nevado, entre los lirondos árboles que dejó el invierno en la plaza central de Viltore City, junto a un lago tieso, Salmeé es una explosión de color. Está abrigada con todo lo que se me puede ocurrir, con el cabello atrapado bajo un gorro con orejas —Dios sabe de qué animal—, que Hilda le tejió. Es una arcoíris de lana, de pies a cabeza. No solo el centro de la imagen ante mis ojos, sino una especie de centro más profundo para mí.

Desde que llegué a su vida no he hecho más que querer conocerla y mostrarle mi mejor versión. Es lo primero que veo al despertarme y lo último que presencio antes de cerrar los ojos por la noche en esa pequeña habitación que compartimos.

Me levanto todos los días por muchas razones distintas, pero ella podría ser una de ellas.

Saber eso es impactante y abrumador. Me pregunto por qué solemos darnos cuenta de la magnitud y el verdadero significado de las cosas cuando estas ya llevan un tiempo enviando señales.

—¿Elián?

—Así me llamo —digo de la forma más torpe y despistada posible, aún alelado por la revelación interna.

—Sé que sabes cómo te llamas. —La diversión se filtra a través de su voz—. Quería saber si estás listo para patinar.

—Para fracasar —corrijo con un guiño.

Lo que callo para no herirteWhere stories live. Discover now