-Lucrecia-

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En el mundo existían pocas cosas que aborreciera más que el traqueteo del tren. Mucho antes hubiera preferido regresar varias décadas en el pasado, optando por la compañía de un manso corcel, me atrevería a apostar incluso los vaivenes de un carromato; cualquier otro medio de transporte antes que tener que soportar la peste que emanaba de la goma de los asientos; lo que fuera con tal de huir de sus chirridos contras las vías, haciéndome visualizar las chispas saltando sobre mi cabeza, dispuestas a engullirnos y hacernos descarrilar de un momento a otro. Por desgracia, este era un viaje que no podía ser realizado ni por mar ni aire, y requería de una inmediatez que cualquier otro tipo de transporte no me hubiera podido otorgar. En ocasiones como esta, me arrepentía profundamente de carecer de un permiso para la conducción, pero si hay algo que odiase más que el ferrocarril, era tener que compartir coche con un extraño.

Además, se trataba de una ocasión especial; una en la que me veía obligado a apartar todos mis prejuicios y desalientos, pues no podía ser de otro modo. Unas horas antes de poner la maleta en el vagón, había recibido con alegría y tristeza a partes iguales una carta de un buen amigo. El mejor de todos los que un hombre pudiera desear a su lado. En primer lugar, me extrañó la presencia del extraño sobre urgente en un buzón cubierto por las telarañas y la propaganda que nunca me atrevía, por vagancia, a retirar de la caja. Hacía ya demasiado tiempo (mucho más del que pudiera recordar), que mi buen amigo y yo nos vimos por última vez. Dentro del sobre, venía brevemente redactada la dolorosa noticia: su joven y relativamente reciente esposa había fallecido a causa de una fugaz enfermedad. No tenía otra opción ni excusa que me impidiera ir, aunque fuera por simple compasión, al funeral de una mujer a la que yo nunca tuve la oportunidad de conocer, por mucho que sus cartas (mi buen amigo era un admirador de los viejos recursos) y llamadas telefónicas me hablaran de su encanto, su personalidad, belleza, y atractivo con detalles que sólo los más minuciosos arquitectos de ideas podrían confeccionar. Una mujer que había caído presa de un malestar que jamás quiso especificar, la misma que, al parecer, había sucumbido ante lo inevitable. Lo más llamativo de aquella carta, fue sin duda su brevedad y concisión; mi buen amigo, quien generalmente necesitaba explayarse en mínimo tres folios para describir con suma fidelidad un agradable paseo por la playa, había resumido tan terrible suceso en apenas una retahíla que podía meter en mi puño, pudiendo calcular con su peso la gravedad de la situación, y por ello no dudé en aceptar su invitación.

Sólo me atreví a salir de casa con lo puesto, cargando con un pequeño maletín en el que metí lo esencial para poder aguantar unos días si la situación lo requería. Amablemente me había ofrecido cama si así lo deseaba, sabiendo como suponía que yo todavía seguía en Hampshire, y donde probablemente seguiría hasta que una corriente de buena fortuna me arrancara de allí como el huracán se lleva a los árboles más arraigados a su tierra natal. Mi buen amigo había sido más hábil que yo; mi buen amigo había abandonado los sueños delirantes de poeta, de redactor de comedias y artículos, escritor de todas aquellas cosas que nadie quería poner en papel. No como yo.

Antes de echar la llave al apartamento, cogí el abrigo más largo que pude encontrar, levanté la solapa del cuello y me coloqué las gafas de sol, apariencia que no me retiré ni aun encontrándome en el interior del tren. Las luces artificiales que inundaban el vagón me hacían más daño que el propio astro rey. A través de los cristales tintados, pude distinguir la transición del paisaje a medida que cruzábamos la línea que separaba Hampshire de Sussex, nuestra tierra madre.

Hacía tiempo que no pisaba esa tierra que ahora se extendía ante mi vista. No había ni un mísero lazo que me atara a ese desolado paraje de tristeza y frialdad constantes, aislado en su propia neblina y follaje. Mentiría si dijera que en su soledad no residía su encanto, pero para dos jóvenes universitarios con la cabeza llena de ingenuos sueños, aquellos prados verdes no eran suficientes para contenernos. Mas luego los sueños se transformaron en necesidades, las ideas alocadas en búsquedas de un salario fijo, y después de que mi buen amigo recibiera en herencia la casa de sus abuelos, hacia la cual me dirigía, poco le quedaba sino aceptar la propuesta y buscarse un reconocido trabajo como redactor del periódico local de Sussex, el cual le había otorgado cierto renombre y distinción por el mundillo, mientras que yo todavía tenía que desgastar la suela de los zapatos en busca de diversos pellizcos que me ayudasen a llegar a fin de mes. Por no hablar de las deudas que empezaban a caer sobre mi cabeza como la tierra de mi tumba.

LUCRECIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora