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Pero tú no eres real. – insistió, mirando a su alrededor. – Tú no eres más que un producto de mi cabeza…un trastorno psicológico causado por algún tipo de trauma que no consigo recordar…

    Mueren las palabras, idénticas a las que el psiquiatra pronunció dos años atrás, antes de que pueda acabar la frase. Sabe que, después de todo, hay algo de extraña realidad en toda la situación: no todo puede deberse a una simple alteración de la realdad.

Si yo no soy más que un recuerdo reprimido de tu infancia, ¿cómo explicas que sólo haya aparecido en los momentos necesarios? – pregunta su cabeza, con calma. – ¿Por qué no he estado ahí todo el tiempo?

– La medicación…la medicación te ha mantenido a raya. – insiste con tono suplicante. Es más fácil achacar los sucesos de la vida cotidiana a una mera alucinación.

Esa es una explicación pobre y vacía, Jack, y lo sabes. Durante dos años, seis meses, tres semanas, dos días y dieciséis horas te has tomado tu medicación a la hora exacta que debes tomártela. No has fallado ni un solo día, ni un solo minuto, y sin embargo he logrado aparecer. – replica su mente, firme y devastadora.

Eso ha sido porque mi cuerpo se ha adaptado a la medicación y ha sido necesario aumentarla… – insiste. Sabe que ha perdido la batalla y que la voz de su mente tiene toda la razón, pero le duele aceptar la derrota.

Que ese imbécil te haya aumentado la dosis de droga que te mete en el cuerpo para convertirte en un zombie, en una herramienta de producción, no significa que haya sido necesario aumentarla, ¿no te parece? – pregunta, guardando unos segundos de silencio. – Y mucho menos explica que yo haya aparecido en un momento determinado y me haya ido cuando YO he querido, ¿no te parece?

    Odia su voz interior casi tanto como al psiquiatra que se ha limitado a darle una medicación que le dejase aturdido y sin capacidad de razón. Su maldito yo interior tiene razón, una vez más. Aún con todo se resiste a creer que haya una invasión alienígena algo fuera de lo común sucediendo en la ciudad.

Adelante, Jack. Ve a tu puesto de trabajo. – anima su voz silenciosa. – Ve a ver qué ha pasado allí y pídele perdón a Betty la hipocondriaca por haberle reventado una silla en el pecho. – insiste, quizá con una sonrisa divertida en los labios que no él imagina. – Seguro que todos se alegran mucho de verte, ¿no? Quizá incluso te den un ascenso.

    Sabe que tiene razón, y le duele admitirlo. Sabe que no puede volver a la oficina así como así sin más. Sin embargo algo le empuja a ir a aquél lugar: una sensación de euforia y miedo que le empujan sin remisión.

Que tengas mucha suerte, Jack. – suena a despedida.

¿A dónde vas? – pregunta sin palabras pero con miedo.

Es hora de que me marche. – explica, sin dar detalles.

No, espera, por favor. Yo…no quiero ir solo. – pide con el mismo tono asustado.

    No obtiene respuesta, sabe que le ha ofendido de alguna manera y que tardará en volver a aparecer.

– Si es que lo hace alguna vez. – susurra en voz baja.

    Sus pasos son vacilantes pero incambiables: se dirige hacia la oficina, le guste o no.

    Por el camino no encuentra a demasiada gente en la calle, y los pocos que puede ver caminan de aquí para allá con andar errático: como si les hubiesen golpeado duramente en la cabeza y ahora estuviesen confusos, amnésicos, controlados, perdidos. Nada de todo aquello le gusta lo más mínimo pero su estúpido orgullo le ha obligado a dirigirse hacia allí.

La sombra del cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora