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...

¿Estaba mal?

¿Estaba mal sentirse mal por la persona que te había asesinado?

Héctor había pasado parte del día recostado divagando por su mente preguntándose casi de forma obsesiva sobre unas cuestiones que aparecieron después de una pesadilla que había tenido.

Héctor era más que familiar con las pesadillas, en sus tiempos de soledad, antes de Miguel eran un pan de cada día, el nunca poder ver a su hijita jamás le aterraba más que cualquier otra cosa.
Cuando las cosas se estabilizaron, ellas desaparecieron... sin embargo en un día cualquiera, todo comenzó otra vez aunque esta vez no había terror, no era miedo, era culpa, era una ansiedad dolorosa que con el pasar de los días le estaba carcomiendo la cabeza sin dejarle más que invadirlo por completo.

Alzó su mirada al techo, con escrutinio casi como si el techo le estuviera escribiendo la respuestas a sus preguntas, luego levantó su huesuda mano para cubrir el rayo de luz que venía de la ventana.

Se paró con lentitud mirando a través de esta, dibujando las millón y un luces que adornaban el mundo de los muertos y pronto sintió melancolía, recordando su niñez junto a los fuegos artificiales; recordando su compañia que sonreía de la forma más inocente y entusiasta del mundo que podría haber visto en su vida.

Ernesto...

Otra vez volvía, sentía un dolor por sus costillas como si fuesen presionadas cada vez que una imagen fugaz del hombre se venía a su cabeza, con cada pregunta que se refería a aquél que arrebató su frágil y corta vida de un sopetón, cada vez más que profundizará su relación sentía como si ese inexistente pero metafórico corazón se le encogiera del puro dolor.

Suspiró casi con esmero, simplemente no podía dejarlo ir como si nada. Ernesto lo había matado, pero de alguna forma el culpable no era él, era Héctor... o por lo menos eso era lo que podía sentir.

¿No se volvería su igual? si tan sólo lo dejara desaparecer, ser olvidado, solitario, abandonado como un perro.
Aunque se lo mereciera, no quería que sufriera de esa forma, aunque él lo hizo sufrir de una forma mucho más horrible y es que su empatía, no lo dejaba huir.

Estaba intentando ayudar a su asesino, un manipulador, a un psicópata... a Ernesto de la Cruz.

Sobre sus ojos destellos de recuerdos pasaban como espejismos, como aquellas veces que tocaban, reían, bebían, maldecían, lloraban juntos...casi como si lo extrañara. Y aunque estuviera el amor de su vida y su familia a su lado, soñaba con que, en un mundo alterno Ernesto no lo hubiese envenenado; de este modo hubiesen vivido felices como una familia, como hermanos, mejores amigos.

Sus pasos fueron hasta a un mueble, dentro de este sacó un diario; era una noticia sobre Ernesto, lo miró hasta con pena, mencionaba todas las cosas que había hecho y que seguramente no sería sacado de esa campana jamás, eso era sintió como su pecho era presionado otra vez, volvió a sentir culpa.

Estaba inseguro sobre lo que iba a hacer, se colocó sus zapatos cortesía de su amada Imelda y se arregló su camisa saliendo sin mayor apuro del cuarto, no quería alarmar a su familia con la tontería que estaría a punto de cometer.

Caminó ruidosamente fallando en lo principal, no alertar a su esposa.

—¿Qué chingados piensas hacer, Héctor? —Dijo la intimidante mujer, ni siquiera sé había dado vuelta de su asiento para notar la presencia del esqueleto.

Héctor sonrió como un infante. Se acercó juguetonamente a su esposa posando sus manos sobre sus hombros.
— ¡Ay! ¡Nada, Imeldita!... Sólo esperaba salir a pasear un ratito, a ver si me llega la inspiración. — Canturreó a un lado de su mujer.
Podía o no mentir, Imelda era astuta y no podía tragarse las ingenuas palabras de su esposo
así de fácil.

Acordes desorientados. [Ernector]Where stories live. Discover now