Uno, dos, tres días.
Menos de setenta y dos horas fueron suficientes para llenarme de dudas, de colores e impotencia.
Me enfurece la manera en la que me miras, absorta en la intriga, tan inocente; cual ciervo ante la luz de un auto segundos antes de el impacto.
Me revuelve el estómago observarte tan impaciente a mi tacto, tan vulnerable a mis palabras, tan poco prudente al perderte en mi insensato pensamiento. Pareciera que quieres enredarte en la poca cordura que me queda, pero déjame decirte que sería pecado tocarte sabiendo que no soy merecedor de tus historias. Sin embargo, me gusta mirarte. Cuando no te das cuenta, cuando te vence el hielo en mis respuestas y el silencio te incomoda. Cuando solo existes sin esforzarte porque yo lo perciba.
Tu mirada dice tanto. Tanto que prefiero apartar la mía. No puedo mirarte de la misma manera, no con la misma esperanza de que seas tú quien se convierta en un efímero rayo de felicidad falsa. Seamos honestos, en esta eternidad nos condena la temporalidad y yo soy un caso perdido.
Es por eso que me río cuando te escucho decir que tengo remedio. No se puede arreglar lo que no está roto; mi ego ha crecido alrededor de hierro, al igual que las sensaciones que deberías de provocarme cuando me besas. Deberías. Pero no es más que una muy valiente cordialidad. Esperar un impulso eléctrico estando debajo del agua no es ideal, así como tampoco lo es esperar que te mire con la mano sobre el corazón.
No sé cómo quererte. No me nace deshacerme por entregarte un pedazo de mi. Me gustaría haber podido ver en ti lo que tú en mí. Quizá en otra vida.
Me enfurece la manera en la que me miras, absuelta de pretextos, pero cautiva de mi indiferencia. Agradezco tu decisión de alejarte de mi desidia.
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Divagaciones de un adolescente
Teen Fiction"¿Cómo definir el sentimiento de nostalgia?"
