Capítulo 6

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Marta se quedó mirando aterrorizada la criatura monstruosa que se abría paso por el pasillo del Laberinto. Parecía un experimento que hubiera salido fatal, algo sacado de una pesadilla. Parte animal, parte máquina, el mutilador rodaba y chasqueaba por el suelo de piedra. Su cuerpo era similar al de una babosa enorme, con un poco de pelo y brillante por la baba, que se hinchaba y desinflaba de forma grotesca al respirar. No se le distinguía ninguna cabeza ni ninguna cola, era una masa repugnante y negra que debía medir unos tres metros y medio de largo.

Cada diez o quince segundos, unos pinchos afilados de metal salían de su carne bulbosa y toda la criatura se convertía de repente en una bola que giraba hacia delante. Después, se acomodaba y parecía orientarse, y los pinchos volvían a hundirse en su piel húmeda con el nauseabundo sonido de un sorbo. Hizo lo mismo una y otra vez, desplazándose sólo unos pasos en cada ocasión.

Pero el pelo y los pinchos no eran lo único que sobresalía del cuerpo del mutilador. Había varios brazos mecánicos colocados aquí y allá, al azar, cada uno con una función distinta. A algunos les acompañaban unas luces brillantes. Otros tenían largas agujas amenazadoras. Uno tenía una zarpa de tres dedos que se abría y cerraba sin ninguna razón aparente. Cuando la criatura rodaba, estos brazos se plegaban y maniobraban para no quedar aplastados. Debajo de la aberrante piel, Marta distinguió unas lucecitas, y cuando el mutilador avanzaba, a veces la carne se apartaba y podía ver que pertenecían a un ordenador que llevaba introducido en su cuerpo.

La chica, mirándolo con la boca abierta, se preguntó quién podría crear unas criaturas tan espantosas y repugnantes.

La fuente de los ruidos ahora tenía sentido. Cuando el mutilador rodaba emitía un chillido metálico, como la hoja giratoria de una sierra. Los pinchos y los brazos explicaban los chasquidos: era el metal contra el metal. Pero nada ponía más los pelos de punta a Marta que los angustiosos gemidos que se le escapaban al monstruo cuando se quedaba quieto.

Marta permaneció inmóvil tratando de parar el temblor que sacudía su cuerpo. Sólo veía al mutilador por una rendija, porque se había tapado lo mejor que pudo. A lo mejor no la vería. La aberración volvió a plegarse, rodó hacia donde estaba ella, retrocedió chasqueando y gimió. Paró, estiró su deforme cuerpo y desplegó sus brazos metálicos mientras sus motores internos zumbaban como el de un potente ordenador. Las luces proyectaban unas sombras inquietantes por el Laberinto.

Se acercaba cada vez más con ese asqueroso zigzagueo, y un fuerte olor a quemado le irritó las fosas nasales a Marta; una repugnante mezcla de motores recalentados y carne chamuscada. No osó moverse ni un milímetro. ¿La olería? ¿La vería? Por ahora, sus luces no apuntaban hacia ella y parecía que no la tenía en cuenta. A lo mejor pasaba de largo.

Los pinchos se hundieron en la tumefacta y babosa carne, los brazos se plegaron con un estallido metálico y giró avanzando en dirección a Marta. Volvió a parar, la piel le burbujeó, pronunció otro gemido como el de dos puertas rozando y, como cansado, hizo otra vez lo mismo. Marta tenía el pelo, las manos, la ropa, todo empapado de sudor. Un miedo hasta ahora desconocido la invadió hasta el punto de la locura. Tenía que hacer algo.

De repente, los ruidos de la maquinaria del mutilador fueron haciéndose cada vez más graves y prolongándose pesadamente hasta que desaparecieron. Las luces se apagaron y todo quedó a oscuras. El animal se había apagado dejándolo todo a oscuras. Marta no percibió ningún tipo de movimiento ni ningún ruido. ¿Habría... muerto? No se atrevió ni a respirar. Pasaron segundos. Minutos. Las piernas empezaron a entumecérsele y no hacía más que intentar controlar su respiración para coger el mínimo aire posible.

Luego, con un repentino estallido de luz y sonido, el mutilador volvió a la vida y emitió otro horroroso lamento volviendo sorda a Marta, quien estuvo a punto de gritar. El mutilador se hizo una bola, y cuando creyó que iba a estrellarse contra ella, la chica cerró los ojos y se agachó raspándose la cara con las ramas de la enredadera. Ciega por la luz, se puso los brazos encima de la cabeza tiritando y justo antes de que el más absoluto terror la hiciera salir pitando de allí, el mutilador rodó hacia atrás crujiendo y zumbando. Algo había llamado su atención.

GRUPO B - El corredor del laberintoWhere stories live. Discover now