5- La lista de cosas que el lobo ve cuando no veo.

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 Se aclaró la garganta, y pude observar como los músculos de su cuello se agitaron ligeramente cuando tragó saliva.

Nowaki desvió su obscura mirada, observando a través de la ventana.

Otra vez, me pregunté que sería del pintor extranjero que solía vivir en frente de mí. Y, recordando lo delicadas que parecían ser sus muñecas desde donde yo lo veía trabajar, imaginé sus suaves movimientos, pintando un retrato con un lápiz imaginario, rodeado de velas y tirado con los pies descalzos sobre su sillón.

Lo imaginé con una taza de café ya frió reposando sobre una pila de libros a su lado. Pude ver con claridad su seño fruncido y su labio inferior rojo de tanto que se lo mordisqueaba inconscientemente mientras su retrato absorbía toda su concentración, alejándolo de lo real.

Mi imaginación entonces se desvió del artista y se enfocó en lo que estaba dibujando con un lápiz lleno de marquitas de mordeduras por todos lados.

Vaya. El retrato era perfecto.

La fina línea que marcaba la barbilla, la nariz fina y preciosa, los pómulos majestuosos, la forma de estirar el cuello de una forma imponente, segura, arrogante, pero sin dejar de ser delicada, la forma en que profundizaba el negro en las pestañas y en las pupilas tristes y cansadas, dándoles la pureza, el hipnotismo y la fiereza digna de un poeta de guerra. Los labios, eran una curva sensual  y seductora, que con las sombras y grises que había otorgado el artista, daban la impresión de ser tan reales como para morderlos, pero a la vez, eran tan perfectos, que no parecían de este mundo.

Las manos me empezaron a temblar sin control.

Que hermoso hubiera sido si el artista hubiese podido pintar a Nowaki justo como éste estaba en ese momento, viendo por la ventana.

Regresó la vista hacia mí, y deseé que no lo hubiera hecho nunca, porque, cuando se giró era otro. Ya no me veía por debajo del hombro, ya no me observaba con exigencia y severidad.

Parecía un cachorro que acabara de morder a su dueño por accidente, y que luego se acerca con la cola entre las patas y las orejas caídas, esperando a que su dueño le dé unas palmaditas en la cabeza y le rasque la barriga.

Solo una vez me había mirado así antes.

Los dos teníamos ya diecisiete años, y, como solíamos hacer, un sábado de mediados de verano, nos escapamos junto con el resto de nuestra pandilla en cuanto el resto del mundo se ponía a dormir.

Éramos seis, si yo no mal recuerdo: cuatro hombres y dos mujeres. Claro, como toda pandilla o  círculo, existen conexiones más fuertes que otras. En ese caso, como es de suponerse, yo era la sombra de Nowaki desde ese entonces; pero también tenía a Kana, la única de los seis que sabía mis secretos – si, todos. –.

Bueno, el caso es que salimos a ese aire fresco que nos purificaba por dentro cada que inhalábamos. Corrimos haciendo carreras de un árbol al otro, jalando de las mangas al que teníamos al frente para hacerlo rodar por el pasto, nos aventábamos a la fría agua del río, que para ese entonces ya nos llegaba a las rodillas, y al final, cuando quedábamos ya muertos, nos sentábamos los seis alrededor de una fogata improvisada a contar alguna historia de terror, alguna anécdota embarazosa, o algún chisme de un romance escandaloso.

Justo por esos días, entre que Kana me metía ánimos y me convencía con ligeros codazos de apoyo, mandé a llamar al príncipe Nowaki a los columpios del parque que siempre había sido nuestro punto de reunión de niños. Y, muriendo de los nervios, le confesé mi orientación sexual.

Don't fall for me                           (BoyxBoy)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora