Parte I; El Precio Del Mal.

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16 De Abril, 1957. Ciudad de México.

Solía trabajar en un importante periódico de México »El Informante« haciendo reportajes en los cuales poca gente se interesaba a leer. Su interés era carente porque aún había demasiada censura respecto a ciertos temas y la ignorancia reinaba nuestros tiempos, por ende, todo aquel tema extraño para ellos era tabú indecente. Pero mi jefe creía en mi.  
Aunque no lo pareciera me iba bien en mi trabajo y de vez en cuando revistas científicas me llamaban para hacer titulares o investigar sobre algún hecho médico, pero aún así no me era suficiente y me sentía totalmente desplazada y fuera de lugar. No quiero mal interpretar, ni mucho menos victimizarme, había mujeres trabajando en el periodo pero no muchas con una cámara pendiendo del cuello.  Estudié periodismo y sociología en la *UNAM. Me gradué a los 21 años, un año después ya estaba trabajando en el periódico, se dice fácil pero no lo fue conseguir un buen trabajo, es por eso que me aferraba a él con ímpetu.

Las cerdas del cepillo apaciguaban mis cabellos necios  para que pudiese verme bien, tenía otra vez esa loca  idea retumbar por mi cabeza, mirándome al espejo y convenciéndome de ya ser hora de decirla. Suspire y dejé de lado el cepillo de madera descansar en la cómoda.  Esperaba que mi jefe lo aceptara y tuviese el mismo fervor que yo al hacerlo.
Tomaba el autobús llegar al trabajo. Baje de la jaula de acero de un salto y justo enfrente de mis ojos el edificio de espejos relumbraba con impacto de los rayos del sol, singulares de Abril.  Corrí  directo al ascensor mientras saludaba a la chica de recepción. Subí hasta mi área y deje mis cosas en el escritorio.
—¡Hey! — Me saludó Mario, un fotógrafo quisquilloso y aprensivo con cualquiera que se autodenominara artista.
—Buenos días — Dije mientras sacaba mi cámara del cajón.
—Murió * Pedro Infante ayer — Enmarcó una ceja y me mostró el borrador de su artículo.
—Si, lo escuché en el radio — Fingí sorpresa – Esta… — Pause para tomar saliva y mentir como siempre respecto a su redacción simple y sin alma …— muy bien escrito, Mario. ¿Accidente Aero?
—Ajá, el jefe me ha puesto el trabajo de investigar su vida personal y filmografía, tiene que estar este artículo hoy.
Solté una risa acompañada de un ceño fruncido — Pero, ¿Quién en esta época no sabe sobre Pedro Infante? Bueno, no importa, hablando del jefe, ¿En donde esta?
—No tarda en llegar — respondió serio.
— Le tengo una propuesta.
—¿En serio? — Pregunto interesado — ¿Sobre que?
— Manicomios. — respondí y enseguida Mario frunció el ceño — ¿Que hay con ellos?
—Quiero hacer un artículo, entrevista una hoja completa del periódico si se  puede, sobre el trato a los pacientes dentro de estos hospitales.
—Suena interesante pero...¿Crees que le guste? — dijo murmurando de pronto, arrastrando las palabras entre sus dientes.
— Es por eso que aún es propuesta — El se quedó mirando a la nada mientras se recargaba en mi escritorio —  ¿Y tienes alguno en mente? — Tragué saliva, mis manos jugaron entre si, lo mire de reojo y baje la cabeza — Si voy a hacerlo, hay que hacerlo bien, ¿Por qué no ir al más grande de todos?
—¿De que estás hablando? — exclamó en susurro.
—La Castañeda
Mario abrió los ojos tanto que parecían salirse de sus órbitas y parecía ahogarse con su propia saliva,  soltó un sonido con los labios curveados — ¿Estás loca?
—No
— Hay muchas leyendas respecto a la Castañeda.
—Es por eso que quiero hacer el reportaje y afirmar si es mentira o verdad todo lo que se dice por ahí — Mario se quedó en silencio y mordía sus uñas de la mano izquierda sin saber que decirme, de pronto el jefe entró por la puerta principal con papeles en mano caminando hasta su oficina, me levanté con brío disparada hasta él y aparecí a sus espaldas — ¡Señor Dueñas! — Dije con entusiasmo y saltó del susto.
—¡Riquelme! —  Dijo y seguí caminando detrás de él. Fui a su paso y el limitaba a mirarme. — Necesito hablar con usted.
—¿De que? — Preguntó enseguida de fruncir el ceño al seguir mirando los papeles en su mano.
— Un reportaje — Llegamos hasta su oficina y ordenó café a su secretaria. Esta se levantó enseguida y me detuve en el umbral de la puerta. Sonó el teléfono y contestó. La secretaria apareció con la tasa de café en mano y después se retiro, colgó el teléfono y me miró.
—Pero pase Riquelme, no se quede ahí — Tragué saliva y entre de lleno a su oficina, cerré la puerta y me senté frente al escritorio. Dio un sorbo a su café y carraspeó la garganta.
—Así que un reportaje, ¿Ah?
—Así es, señor.
—¿Sobre que sería su artículo? — Carraspee la garganta y lo mire a los ojos.
— Enfermedades mentales, señor.
— El señor Dueñas levantó las cejas con seriedad y dijo — Explíquelo.
Suspiré —  Bueno, desde hace tiempo me ha interesado el posible trato a los pacientes en  los hospitales psiquiátricos o incorrectamente como se les dice "Manicomios" En realidad nadie sabe como los tratan; si los alimentan correctamente, si les proporcionan el medicamento pertinente, si no sufren de algún maltrato, etcétera — El señor Dueñas me escuchaba con supuesta atención con la mano posada en su barbilla y suspiró.
— Me interesaría escribir sobre si la confianza con la que las personas dejan a sus familiares es correspondida correctamente de parte de los hospitales.
Salvador Dueñas suspiró de nuevo, pasó los dedos por su tupido bigote y tallo sus ojos. — A ver, Riquelme — tomó un periódico nuestro entre sus manos y lo sacudió frente a mi.
—¿Por qué  a Susana la ama de casa le interesaría saber sobre los locos de un manicomio? ¡Ah, no! Perdón, hospital psiquiátrico.
—Señor…
—¿De que le sirve saber de un trastornado a Juan el obrero? ¿Crees que la gacetilla de la cual tu eres encargada va a ser suficiente para escribir todo lo que quieres investigar?
—De eso quería hablarle también, necesitaría una página completa.
Abrió los ojos sorprendido, riéndose con un puro entre los dientes  — Me gusta su seguridad, Riquelme.
—¿No cree que algo nuevo serviría? Hace años no cambia el formato del periódico.
—Porque ha funcionado hasta ahora.
—Si, si pero se imagina que El informante sea el primero en hablar de esos temas. Subiríamos como la espuma.
—Si, si. Suena bastante interesante pero no es tan fácil, Riquelme. Además, ¿Una página completa? Tendría que quitar las recetas de cocina de Mari.
— Tenía la idea de visitar un par de pabellones en los cuales puedan darme información — El río —  ¿Usted que cree que van a decirle? Que todo está en perfecto estado, por supuesto. Por ninguna razón la dejarán entrar a ver los pacientes, somos periodistas Riquelme y a los periodistas nadie nos quieren, ¿Sabe por que no nos quieren? Porque nosotros si decimos la verdad.
—Entiendo...entonces...
—Si realmente quiere hacer este reportaje, tiene que investigar más sobre el tema y el sacar un permiso para una visita a un pabellón psiquiátrico.
—Tengo uno en mente —  conteste
— Dígame, así para de una vez pensar en que puedo hacer y conseguirle ese permiso de visita.
—El manicomio general, por supuesto
— ¿Qué?
—La Castañeda— El señor Dueñas río burlándose.
—— ¿La Castañeda? Usted apunta muy alto, ¿No lo creé?
—No en realidad, ¿Por que tanto alboroto?
—El suspiró — No es alboroto, siempre se ha dicho que hay algo turbio ahí, ¿No le aterra saber que es?
—No — Conteste segura de mi — No me aterra, me interesa — El suspiro y se levantó de su escritorio.
—Investíguelo — Me dijo dándome una hoja de papel en blanco y salió de su oficina, dejándome ahí sentada. Sonreí por dentro.

Después del trabajo tome la ardua decisión de tomar al toro por los cuernos y dejar de evadir lo que por meses me había negado hacer;  Visitar a mis padres.
Mi madre solía ser una mujer muy ordenada y reservada. Asustadiza de lo desconocido y se preocupaba innecesariamente por mi. Siempre fue mujer de casa y dedicada a cuidar a sus hijos. Los platos hondos los colocaba frente a la silla debajo del mantel, tenedor  y vaso a la derecha, cuchillo y servilleta a la izquierda. Siempre en esa dirección, no le gustaba el desorden y solía limpiar compulsivamente por ende, controladora con su familia también. Al enterarse que quería seguir estudiando, ella en un principio crispo la cara y se negó rotundamente. Tenía conflicto consecutivo con ella y siempre era la mismas discusión. Sin notarlo ya estaba frente a la puerta, algo me cosquilleo tremendamente el estómago toque la puerta, sin hacerme mucho esperar la puerta de abrió de un movimiento.
—Victoria — Sentenció mi madre con una ceja arqueada y parada debajo del marco  de la puerta — Que bueno que has venido a visitarme.
—Hola, mamá — Sonreí con sinceridad. Besé su mejilla y entre a la casa. Quite mi saco y lo puse en el respaldo del sillón.
—La comida ya casi está — Sonreí mientras me acercaba al comedor a mirar con detenimiento el empeño con el que cada cosa estaba acomodada a la perfección —  Siéntate — Me ordenó y me senté en la silla que fue asignada para mi desde que tenia memoria. Suspire.
—¿Cómo has estado, mamá? — Pregunté sirviendo un vaso con agua — Se limitó a mirarme y se encogió de hombros.
—Ya no es lo mismo de antes, Victoria ...Ya estoy vieja.
—Pero ¿Estas bien? — Titubee mientras me servía un plato con sopa.
—Si, Bien.
—¿Y papá?
—Trabajando.
—No eres tan vieja, mamá. — sentencie con el ceño fruncido. Ella sonrió.
—Pero ya no soy una señorita de veinte años.
—Mamá, tu te empeñas en verte mayor, mira como te vistes.
—¿Y como quieres que me vista? Cómo las ridículas actrices a las que acostumbras a frecuentar? Esas mujeres tan vulgares que no se dan cuenta de su edad se visten como unas muchachitas.
—Mamá, por favor, no comiences.
Mi madre suspiro y sonrió con falsedad. Yo también sonreí encogiéndome de hombros y preguntó — ¿Y tu? — Levante la cara y la mire — ¿Cómo has estado?
—Bien, mamá. Trabajando.
—¿Sigues en el periódico?
—Sí.
Mi madre bufó por lo bajo, lo percaté y deje caer la cuchara en el plato.
—¿Qué? — Pregunté molesta. Mamá dejó de un lado la comida, colocó los codos en la mesa y juntó sus dedos ente si.
—¿Qué de que? Ya sabes lo pienso de esto.
—Nada de lo que tus hijos hace te parece, no querías que fuera periodista, de Marcela no querías que fuera enfermera y César músico, ¿Qué es lo que quieres de nosotros?
—César no está mal.
—Ah, ¿Y yo si?
—Victoria, yo tenía otro planes para ti. No esto; escribir, fotografiar, eso no sirve de nada al final.
—¿Al final?
—¡Si! No sirve de nada porque eres mujer y las mujeres siempre terminan casándose y teniendo hijos ¡Todas! Y tu estas perdiendo el tiempo, al igual que Marcela. No conoces a nadie con quien hacer una vida, no tendrás veintidós años para siempre, yo a tu edad ya tenía a dos hijos y tres años de casada, eso es lo que tienes que hacer — La mire con desdén, sin saber que decir, la incredulidad que me causaba ver a mi madre hablando de esa manera me hacía enfurecer.
—No puedo querer que me digas tantas tonterías.
—¡Victoria ! — Grito ofendida con severidad.
—¿Cómo puedes tener la cabeza tan cerrada?
—No es ser de cabeza cerrada, Victoria ... Es la verdad.
—Me voy — Sentencie con furia al levantarme de la silla, tome mi saco y salí de la casa azotando la puerta con brío y echando humo por la cabeza mientras mi madre gritaba mi nombre para volver. Ya había recordado el por que no solía visitarla con frecuencia. Salí corriendo a la calle a toda prisa que un auto me deslumbró en medio de la calle y casi termino arrollada. Llegando a casa me dispuse a sentarme en mi escritorio y no dormir hasta que tuviese un borrador de lo que tenía en mente comenzar a escribir, pase horas y horas hasta que la madrugada cayó, y la oscuridad de mi departamento la adornaba mi lámpara de escritorio y el humo insípido de mi cigarrillo. No quedaba satisfecha, simplemente lo que escribía no llenaba mis expectativas, y era porque tenía muy poca información de lo que quería escribir y por ende mi inspiración no llegaba a mi mano, mi cabeza cayó rendida en la madera de mi escritorio y no desperté hasta la mañana siguiente.

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*  Pedro Infante: Actor y cantante mexicano. Uno de los iconos más importante de Época de Oro Mexicano, así como uno de los grandes representantes de la música ranchera.

El Palacio Del Infierno.  Where stories live. Discover now