Epílogo

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Sus pasos apenas hacían eco en el pasillo aunque el susurro del carrito que empujaba era mucho más estridente.

Sin embargo, nadie la miraba, ni reparaba en ella. Era invisible y dulce, como un soplo de viento primaveral. Pero no le importaba, ni siquiera le parecía mínimamente importante. Ahora, veía las cosas de un modo muy diferente.

Parecía mentira que hubieran pasado solo dos meses.

Si bien era cierto que habían sido duros y llenos de heridas abiertas, la verdad... era que habían pasado mucho más rápido de lo que ninguno pudiera haber pensado. Eso también había sido agradable.

Rocky sonrió, se apartó un mechón de pelo de la cara y siguió empujando el carrito donde llevaba las medicinas. A medio camino, se detuvo, se agachó y se colocó bien la tobillera con el sensor que, Luca, tras muchos juicios y peticiones, había conseguido que le colocaran.

Luca...

Sin él, su mundo se habría trastocado aún más. Aquel hombre desconocido que le había tendido la mano, había resultado ser su más ferviente apoyo. Su amigo. Su amante.

Se estremeció, sin poder evitarlo. Al final, sí iba a ser cierto que el roce hacía el cariño. Desde que Luca se convirtió en su abogado, las horas pasaban mucho más rápido, incluso durante el tiempo que estuvo en prisión. Fue gracias a él que consiguió la libertad vigilada, y su alegación de defensa propia. El juez había estado de acuerdo, así que, con el tiempo, había conseguido recuperar su antiguo empleo.

Y ahora, le tenía a él. Aún estaban empezando, tanteándose el uno al otro, temerosos de encontrar un rechazo que ninguno quería para sus vidas. Iban despacio. Y era perfecto.

Siguió empujando el carrito. Llegó a una habitación y abrió la puerta.

— Aquí traigo los antibióticos. ¿Necesitáis algo más?

— ¡Una jodida cerveza!

Rocky sonrió y sacudió la cabeza. Después se giró hacia la mujer que, lentamente, se movía por la habitación, con pasos pequeños, suaves y tiernos.

— ¿Tú qué opinas, Ara? —preguntó, con una sonrisa llena de picardía—. ¿Le traemos una cerveza?

Ara le devolvió la sonrisa. Después y, tambaleante, se acercó a la camilla, donde se dejó caer, agotada.

En realidad, Enzo había salido del hospital hacía semanas. Su herida de bala no era tan grave como habían imaginado, pero sí muy dolorosa. Aún así y contra todo pronóstico, seguía volviendo al hospital día tras día, junto a Ara... saltándose todas las prohibiciones que ella, muy suavemente, le había ordenado: ni ir todos los días, ni beber para coger el coche.

— Por mucho que yo le diga que no, va a hacer lo que quiera —susurró, dulcemente.

Aún le costaba hablar.

En realidad, le costaba hacer cualquier cosa pero, se esforzaba cada día en dar otro paso, en vocalizar un poco más. En sonreír como tenía que hacerlo. Como ella deseaba.

Habían pasado dos meses desde que consiguió abrir los ojos. Fue impactante saber que, después de todo lo que había vivido en el limbo, aún le quedaba tiempo para más.

Pero ella sabía que por eso había despertado: para tender la mano a Enzo, para evitar que se quedara allí, con ella.

Ninguno merecía ese destino.

Sonrió al recordar el velo de gasa que había rozado su mejilla, como una caricia cariñosa que la instaba a dar otro paso. Al final, todo había resultado ser fácil. Increíblemente fácil.

— Una cerveza no va a hacerme daño, ragazza. —Enzo gruñó algo incomprensible, se acercó a donde estaba su mujer y la besó en la frente, con cariño y anhelo. Con la posesividad que le daba el miedo a perderla.

Estaba deseando llegar a casa y salir de allí. Odiaba el hospital, odiaba el tiempo perdido y se odiaba a sí mismo por no poder hacer más. Necesitaba tomar el aire con ella y con su hija, que solo era capaz de preguntar sobre cuándo podría ver a su madre.

Pero, curiosamente, era feliz. Irremediablemente feliz. Estúpidamente feliz. Como nunca antes.

Sonrió, cogió de la mano a Ara y la estrechó con cuidado. Después se sentó, aunque aún notó un aguijonazo de dolor en el muslo. La cicatriz le acompañaría toda la vida, así como los recuerdos.

¿Quería olvidarlos? Todo el mundo creía que sí. Pero, en realidad, no era lo que deseaba. Gracias a aquel infierno había descubierto el verdadero sentido de la vida. Del amor. De la familia. Del tiempo.

Aún no era capaz de creer todo lo que había pasado. Cuando, tras despertar del sueño de la droga, vio la herida, sangrante y húmeda. Cuando sintió la lacerante debilidad. Cuando creyó, con desesperada fiereza, que iba a morir. Y, después... la policía italiana, que gritaba que le habían encontrado.

Sonrió al recordar el momento en el que, por teléfono y en el hospital más cercano, le dijeron que Ara había despertado y que sabía dónde estaba. Al principio nadie quería creerla, pero, después... se aferraron a la última esperanza que les quedaba. Efectivamente, le encontraron: solo, tembloroso, a punto de morir.

Aunque nadie dijo nada de cómo había ocurrido semejante milagro. Todos lo achacaron a que Anna, en su desesperación, se lo había dicho entre susurros, a pesar del coma y que Ara... lo había recordado. No era así, por supuesto, pero ella nunca lo desmentiría. El limbo y su misterio quedarían en la mente de ambos, oculto y solitario, como si fuera solo el resquicio de una locura. Aunque fuera real. Aunque les hubiera salvado la vida.

— Eso dices siempre. —Le regañó Ara que, dulcemente, alzó los brazos para estrechar a Enzo, incapaz de no tocarle ahora que lo tenía cerca.

Se estremeció cuando notó los latidos de su corazón contra los de ella, reales y nítidos, hermosos, pacientes. Y solo de ella.

Ara suspiró profundamente y hundió la cara en su cuello. Aspiró lentamente, embriagándose de él. Tembló entre sus brazos y, después, sonrió.

Eran reales. Ahora, por fin... lo habían conseguido. Después de luchar contra los sueños, las sombras y la irrealidad, estaban allí, el uno para el otro. Para siempre. Por siempre.

Ya no importaba nada más. Ni los recuerdos que les habían asolado, ni aquellos, dulces y suaves, que habían calmado sus heridas. Tampoco importaba todo lo que había quedado atrás.

— Bueno, muchachos —intervino Rocky, que sonreía socarronamente, con las mejillas encendidas—. Os dejo con lo vuestro. Yo me marcho, que Luca me espera en casa.

Puso los ojos en blanco, como si la idea fuera horrible pero, su sonrisa, su leve y tierna sonrisa, decía lo mucho que deseaba llegar.

La habitación quedó en silencio, teñida solo por la respiración acompasada de la pareja que, ahora, ya no iba a separarse.

— Te quiero —susurró Ara, contra él, contra la suave piel de su cuello, con la dulce emoción que la embargaba cada día, cuando estaba a su lado.

Enzo sonrió y la estrechó con más ganas, sin desear soltarla. No contestó pero, el latido impetuoso de su corazón, frenético y ansioso, le dijo todo lo que necesitaba saber.

Por supuesto que la quería. Saber que, después de todo lo que habían sufrido, de lo que les había tocado vivir, él seguía allí... cada noche, cada día, cada momento, por leve que fuera... era señal suficiente de lo que ambos sentían. De la verdadera fuerza de su unión.

Estaban juntos, unidos por algo mucho más intenso que el dolor o el miedo. Que el placer y la alegría. Tenían amor y se tenían el uno al otro. Nada más importaba.

Ambos sonrieron, con dulzura. Se miraron, con cariño. Se acariciaron, con ternura y vehemencia. Sin prisa, porque ya, el tiempo no hacía mella en ellos.

Ya no temían a nada. Ni al pasado, ni al futuro.

Ni siquiera a lo que había detrás de la lejana y última puerta.

FIN

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