Capítulo XIV

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Alegría.

Felicidad.

Tranquilidad.

Tres palabras que resumían su tarde y, en general, el cúmulo de sentimientos que lo embargaban.

Había sido una sorpresa, porque, tras las agonía de haber estado horas esperando por algo que no había llegado, no imaginaba tanta calidez y bienestar.

Enzo sonrió, suavemente. Después empujó el columpio en el que se balanceaba su hija entre carcajadas de abandono infantil. Habían pasado la tarde juntos, como hacían cada domingo por la tarde, cuando Ara llegaba de pintar en el parque. La rutina había sido la misma: helado, paseo de la mano, dar de comer a las palomas de la plaza... y, por último, la visita a los columpios. No importaba que el parque estuviera deslustrado y vacío, no tenía importancia que la madera hubiera brillado más en otro tiempo. En realidad, lo verdaderamente importante eran esos pequeños momentos, esa complicidad que nacía de la costumbre y de los recuerdos, que se mantenía fiel a sus principios.

La felicidad residía en ellos. En ese trío que ahora, estaba roto... y que ansiaba volver a estar unido.

Aún así, Adriana parecía feliz y ajena todo. Era lógico, por otro lado, porque no era más que una niña, una flor que no tenía más remedio que crecer, sin que le importara las circunstancias que la rodeaban.

Se preguntó, sin poder evitarlo, si algún día todo ese descontrol le pasaría factura.

— ¿Nos vamos ya? —preguntó, mientras volvía a empujar el columpio.

— ¡¡No!! —chilló ella, entre risas—. ¡Un poco más, papi!

— Pero, niña, que son las ocho... —Enzo sacudió la cabeza, volvió a empujar el columpio y se acomodó en un lateral, mientras encendía un cigarro.

— ¡¡Un poquito más!!

Enzo cedió, sin poder evitarlo. Para un momento que tenía con su hija, no iba a estropearlo con las prisas. Incluso si tenía otros compromisos.

Suspiró profundamente al recordar sus momentos en la comisaría. Había pasado allí horas, momentos vacíos que no le habían aportado nada, salvo malestar y decepción: ni Ro ni Luca habían aparecido, ni siquiera le habían llamado para contarles las novedades. Como si él no existiera. Como si no importara en absoluto.

Contuvo la rabia a duras penas y se consoló pensando que, al menos, faltaba poco para irse a dormir. ¿Vería a Ara de nuevo? ¿O todo sería un cruel sueño que le daba alas a su desbocada desazón?

No quería pensar en esa última opción. Su desolación ya era suficientemente intensa como para añadirle más drama a su vida. Solo quería un poco de paz, de pausada tranquilidad, un respiro entre tanto ahogo. Un momento para sonreír.

Quizá fuera el que estaba viviendo en esos momentos. ¿Por qué no? A su alrededor solo había tranquilidad, una tarde limpia y fresca y la caricia casi veraniega del aire. Todo invitaba a relajarse, a olvidar las preocupaciones.

— ¡¡Más alto!! —Adriana chilló alegremente y rio cuando cogió altura.

El sol empezó a caer y a llenar de sombras el parque. Los árboles se sacudieron ante la llamada de la noche y el frío, que hasta ese momento era solo un suave eco, llegó de mano de un brusco soplo.

Era hora de volver, indudablemente.

Pero no quería hacerlo. No tenía ganas de fingir que estaba bien y feliz. No quería pensar en por qué sus amigos no le llamaban. Y, sin embargo, su cuerpo ansiaba otra cosa porque, contra todo pronóstico, se movió con soltura hacia el camino que regresaba a casa.

La muñeca tatuada (COMPLETA----- Historia Destacada Abril 2018)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora