Capítulo IV

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—¿Quién eres?

La pregunta pilló de sorpresa a Ara, pero también le arrancó una tenue sonrisa. Una de esas que hacía tiempo que no dejaba escapar o que, al menos, no recordaba haber hecho.

En su pecho, algo liviano y dulce, intenso, despertó con rapidez. Sus latidos crecieron y la golpearon con fuerza. ¿Era posible lo que estaba viendo? ¿Era real?

Notó como se le secaba la boca, como, de pronto, todo parecía distinto. La rutina que había dibujado en sus días de soledad se deshizo, sin más, porque, por fin, no estaba sola.

¡No lo estaba!

Fuera quien fuera el que estaba frente a ella era tan real como el dolor que sentía en sus piernas... o como la absurda necesidad de contacto humano que sentía. Sus ojos se humedecieron, irremediablemente, pero no dejó escapar una sola lágrima. No delante de quien podía ser su apoyo.

—Me llamo Ara —susurró, dulcemente. Después dejó que silencio cayera entre ellos, suave y espeso, hasta que ella lo aprovechó para contemplarle, sin tapujos de ningún tipo.

Era un chico joven, apenas pasada la treintena. Todo en él parecía desprender seguridad, pero había algo en sus ojos oscuros que decía lo contrario. Vestía un traje de marca, algo arrugado y echado a perder, precisamente como su peinado que, aparentemente, no había existido nunca. Era guapo. Condenadamente atractivo. Indiscutiblemente tentador.

—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

No contestó directamente. De hecho, dejó que pasaran unos minutos en los que él también la contempló con poca discreción. Después también sonrió, lentamente.

—Creo que me llamo Enzo, pero no estoy seguro.

Ella le devolvió la sonrisa y se acercó, para ofrecerle la mano. Enzo pareció dudar un segundo pero, después, la estrechó con cuidado, con dulzura, más por la curiosidad que sentía que por el hecho de ser amable. Y le gustó. El contacto, aunque leve, fue como una descarga de energía, revitalizante, adictiva.

—¿Sabes cómo has llegado aquí? —Ara apartó la mano, se cruzó de brazos y clavó sus ojos violetas en él, interrogante.

La voz de Ara le sacó bruscamente de sus divagaciones, lo que hizo que frunciera el ceño y también se cruzara de brazos, a la defensiva.

—No tengo ni idea. Simplemente abrí los ojos y... ya —musitó, mientras sus ojos se desviaban por todo el pasillo—. ¿Dónde mierda estamos?

—Eso me gustaría saber a mí —contestó ella, tan absorta como él—. Quizá lo mejor sea que no nos separáramos. Creo que tenemos más posibilidades de encontrar la salida si colaboramos.

—¿Sabes algo de todo esto? ¿De lo que es?

Ara asintió, mientras abría su mochila y sacaba algo que parecía chocolate. Se lo ofreció, antes de volver a echarse el macuto a la espalda.

—Creo que sí, quiero decir. Aquí es imposible estar segura de algo —comentó, mientras echaba a andar, esta vez, en dirección contraria, hacia la habitación de hotel. El cansancio empezaba a ser pesado y estaba segura de que Enzo necesitaría un poco de descanso y paz—. No es un sueño, ni una realidad. —Se echó a reír, sin poder evitarlo—. Por Dios, creo que así no avanzamos nada. Déjame empezar otra vez.

Sus confusas palabras parecían música. Nunca, en su vida, o en su no vida, al parecer, había escuchado semejante tono de voz: ronco, ligeramente agresivo, indudablemente conmovedor y dulce. Incluso lo que escuchaba en ella le parecía bonito, a pesar de no entender nada de lo que decía. Por eso, se limitó a asentir tras ella, a la espera de que continuara.

La muñeca tatuada (COMPLETA----- Historia Destacada Abril 2018)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora