XXXII. COMO CUBRIR UN MORETÓN.

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La oficina del director era uno de esos lugares nostálgicos para Yoongi, de los que hacía tiempo de no visitar. El frasco cristalino de dulces sobre el escritorio, la silla y el entrecejo fruncido del hombre detrás de él estaban donde siempre solían. En parte, le hacía recordar a la casa de sus abuelos paternos en Daegu. Habían pasado años desde la última vez que Yoongi pisó esa ciudad. Exactamente desde que su padre los dejó y la costumbre de ir cada verano se esfumó de la familia. Por suerte, los de tercera edad los llamaban en las festividades, incluso a su celular cuando su madre no contestaba el teléfono local, porque ella, aunque no lo dijera, le incomodaba conversar con ellos y recordar los buenos momentos pasados con su marido. Por esa razón descolgar el auricular se le había hecho un hábito por esas fechas.

La puerta se abrió por encima de su hombro. La secretaria de cabellos hasta los hombros y pequeños ojos como botones dejó pasar al chico que le había dado una paliza el día anterior, al cual ya conocía hacía un tiempo. Yoongi se revolvió en la silla junto a la ventana y apretó la bolsa con medicamentos que Jimin le había dado. Todo lo sucedido ayer en el instituto se mostró en su cabeza como un tren bala cortado en cintas de película. El círculo de estudiantes que se había formado alrededor de él tendido en el suelo; los golpes que los habían llamado; el impacto del puño contra su piel, su pobre piel ahora moreteada, acompañado del desgarrador llanto de Jimin de fondo. Oh, podía entender su enojo...Lo había hecho angustiarse, perderse en sus lamentos e intentar mantenerlo consciente, y entre toda esa gente expectante. Pero, ¿qué tenía que ver su celular en todo esto? ¿Lo había llamado? Si Yoongi lo tuviera en su morral hubiese podido comprobarlo, pero cuando Jimin se fue y él se plantó al costado de la puerta, en cuclillas, revisando entre las cuadernos húmedos y bolas de papeles si es que estaba allí, pudo notar que no. Y que seguramente lo habría dejado en su casa, con compañía de su maldita madre.

—Ahora que los tengo a los dos y ninguno se fugó...—dijo el director—, explíquenme.

Detrás del escritorio de madera, el hombre se veía más regordete que la última vez que Yoongi lo había visitado. Aun así, la barbilla con escasos rastros de bello y el primer botón de la camisa desabrochado se mantenían en el mismo estado que recordaba con antipatía.

—Ya se lo dije ayer, fue él quien me atacó de nuevo—señaló el chico a su lado. Estaba cruzado de brazos, intentando parecer serio, lo que su conjunto de ropa amarilla no permitía. A diferencia de Yoongi, él solamente cargaba con un moretón en su mejilla, el cual no parecía nada doloroso.

—Y tú te defendiste muy bien—inquirió Yoongi con ironía.

—¿Desde cuándo las momias hablan?

—Al parecer desde que los patos aprendieron a hacerlo.

—Vuelves a llamarme pato y te...

—Cierren la boca—exigió el director. Pellizcaba la raíz de su nariz.

—No hasta que el marica lo haga.

—Marica—citó Yoongi—. Voy a llorar.

—Llorarás cuando salgamos de aquí y te vuelva a partir la cara.

—¡Les dije que cerraran la maldita boca!—exclamó el hombre, golpeando la madera con el puño cerrado. Los chicos saltaron de las sillas—. En serio que cada día comprendo menos a los adolescentes. Son un condenado dolor de cabeza.

Yoongi se mordió el labio externo. Pensó en que la razón de su falta de comprensión se debía a su vejez y su frasco de dulces sabor miel junto a la ventana con persianas. Se preguntó a qué se sentencia equivaldría decírselo y si podría importarle menos su respuesta. Guardó silencio.

LA LOCURA DE MIN YOONGIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora