Parte 3

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David Aquilar

Año 2020

Bueno, sargentos, mejor no los aburro con tanta charla: Mejor que vaya al grano. Bien, pues al principio Marta no tenía ningún interés en mí, pero al irse dando cuenta de que yo, moralmente, no podría separarme de ella nunca más, le empecé a gustar. Charlábamos mucho, a veces con nuestro grupo de mejores amigos (Omar y Carla, además de nosotros dos), y a veces a solas: ella me contaba sus problemas, yo los míos y todo ese rollo. Aún así, había una norma no escrita entre nosotros: Sólo somos amigos. Yo me torturaba a menudo con ello, pero no podía hacer nada.

Entre todo, llegamos al verano de 2020. Estaba emocionado: Omar, Marta, Carla y yo íbamos a prepararnos profesionalmente en Barcelona para llegar a la liga americana de baloncesto.

Después de un movido viaje en autobús empezamos a calentar y a hacer tiros. Ahí llegó el desastre: La pelota de Omar salió volando hacia las nubes, impulsada por un misterioso proyectil. Al mismo tiempo, sonó una detonación. Miré a mi alrededor, buscando el origen del empuje y vi a unos hombres encapuchados en el límite de la pista. Llevaban un arma de fuego en la mano: Una ametralladora Mp-7 cada uno, como descubrí al alistarme en el Ejército, pero no adelantemos hechos.

Instintivamente, me lancé al suelo y me hice el muerto, para que no me dispararan. Mantuve, eso sí, los ojos abiertos, aunque no debería haberlo hecho. Vi como uno de aquellos animales se sacaba un cuchillo del chaleco y apuñalaba a Carla en un lateral de la cabeza. Me estremecí y cerré los ojos, con una lágrima que por suerte aquellos salvajes no vieron, mientras el ruido de la Mp-7 del otro matón seguía taladrando mis oídos y mi conciencia. Contra mi voluntad, abrí los ojos y vi que iban a disparar contra Marta, que se intentaba proteger con los brazos. No, eso era inadmisible. Tenía una oportunidad de devolver el favor que me hizo a los doce y no iba a fracasar. Me levanté con una torsión. Sin verme, el matón prosiguió su trabajo. Apretó el gatillo. Sonó un chasquido. Ninguna bala salió del cañón del arma: ¡Tenía el cargador vacío, era mi oportunidad! Esprinté hacia el asesino. Aún no me había visto. ¡Tenía otra pistola en el chaleco! No iba a llegar a tiempo, de modo que le lancé el objeto más contundente que tenía a mano, un balón de baloncesto. No fue suficiente. El arma fue disparada milisegundos antes de que el balón, con la fuerza de mi desespero, impactase contra aquel loco y lo dejase tendido en el suelo. Marta lanzó un quejido y empezó a emitir sonidos incoherentes. Se desplomó a los pocos segundos en el suelo.

Con un grito de rabia, arremetí contra su compinche. Pillado por sorpresa, su pistola cayó al suelo. Se agachó rápidamente para recogerla, pero, con movimientos nacidos de la práctica del baloncesto, tiré del arma, me apoderé de ella y, con un grito de rabia, disparé por primera vez en mi vida contra la cabeza de aquel tipo. Estaba completamente vacío, lo más próximo a una sensación que tuve en aquel momento fue el retroceso del arma. Uno menos, faltaba el otro, pero no había prisa porque yacía inerte en el suelo. Aquel había matado a Marta, de modo que cogí el puñal que había usado para matar a Carla, que seguía cerca de él en el suelo y se lo clavé en la garganta. El tipo gritó de agonía. Cuchillazo en el abdomen. El grito se convirtió en un sonido gutural que fue disminuyendo a medida que su sangre iba fluyendo fuera de su cuerpo. Seguí apuñalando, solo pensando en que aquel desgraciado había matado a mis mejores amigas.

Los sanitarios que pasaron después por allí anunciaron que le había asestado 43 puñaladas a nuestro amigo. Se las merecía, en mi opinión.

Me quedé mirando a aquel par, jadeando, con las manos manchadas de sangre. Sentía remordimiento, sí, pero no por haber matado a dos seres humanos, sino por no haber corrido lo suficiente como para ayudar a Marta y Carla. Poco a poco, los supervivientes se fueron acercando a sus amigos. Conté tres personas, además de mí, entre ellas Omar, que lloraba desconsoladamente sobre mis hombros. Opté por ignorarlo. Me acerqué a los cadáveres de aquellos sicarios y los registré por encima. Mi primera impresión fue que iban con la misma ropa. A continuación vi una diminuta chapa encima de su chaleco: Omega Corporation, S.A. Ese era el texto que estaba estampado allí. Entonces vi claro que aquellos dos tipos no estaban solos. Y también vi claro que iba a matar hasta el último miembro de la célula terrorista actualmente más peligrosa del mundo, con 55 años en operativo.

Acto seguido llegó la policía, y nos llevó a juicio a testificar, después de descubrir los dos cadáveres y examinarlos con los primitivos métodos de 2020. Eché una última mirada al cuerpo exánime de Marta. Aún muerta, seguía con una triste sonrisa en la boca. Tenía una mancha de sangre en el lugar donde la bala había hecho su trabajo. Entonces subí al coche policial. Y empecé a llorar.

Fue allí donde me di cuenta que aquel lío no pertenecía a mi edad: Me notaba terriblemente cansado después de la descarga de adrenalina y me dormí allí, sin pensar en nada.

El juzgado fue otra mala experiencia: Mis padres estaban enfadadísimos de que hubiera arriesgado mi vida, al igual que el juez, que me lanzaba continuamente miradas siniestras.

Dos días después, fui encerrado en el reformatorio: Mi condena era de dos años, pero al tratarse de un caso de autoprotección, la redujeron a tres meses. Los superé con la conciencia limpia; Marta era más importante que todo aquello. Pero me sobrevino una duda: ¿Cuando terminara el curso siguiente, que haría? Le fui dando vueltas al cerebro, pero solo obtuve una repuesta para satisfacer mi sed de sangre contra aquel extraño tinglado llamado Omega Corporation: Alistarme al ejército.

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