Parte 1

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David Aquilar

Año 2016

Mi intento de venganza empezó mucho tiempo atrás, concretamente en una cálida mañana de mayo; yo iba a la escuela y los exámenes finales se acercaban inexorablemente, de modo que tenía que poner toda mi capacidad de concentración en el estudio. Mis notas estaban en juego y no podía permitirme el lujo de distraerme, no gozaba de un intelecto muy increíble, aunque con el paso de los años haya ido mejorando. Como todos los días, me levanté, desayuné, me di una ducha, me vestí y me fui hacia mi colegio, el pomposo Centro de Enseñamiento del Cardenal Juan de Pedrolo. Todo exactamente como siempre; mi mañana, mi día, mi trimestre y mi vida (suponía) eran tan predecibles y aburridos como un reloj suizo. Yo no tenía la menor idea de que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre, y todo iba a empezar aquel mismo lunes.

El caso es que la profesora de arte, María, llegó y empezó a explicar un soberano rollo sobre las pinturas acuosas. Yo, como buenamente podía, intentaba escuchar algo de lo que decía, pero poco a poco me iba sumiendo en el dulce mundo de los sueños hasta vagar por allí en un estado entre despierto y dormido. Una vez despierto, gran parte de la hora de plástica había pasado y yo no tenía idea de lo que María había dicho. Bueno, no era la primera vez: Tocaría pedir apuntes y ya está. María se fue y llegó Josefa, una señora que entraba en la vejez y era extremadamente creyente: Antes de entrar al aula se santiguaba. Aún así era considerablemente simpática; dejaba ir al baño, nunca gritaba y era generosa con las notas de actitud. Por ello, yo hacía un esfuerzo adicional para escucharla, aunque la religión ya se estaba perdiendo en la generación virtual y doy fe de ello. Al final de la clase llegaron las malas noticias:

-¡Ah, chicos, recordad el control para la semana que viene, que a algunos os vendría bien subir la nota mediana, vagos! – Josefa podía decirlo sin ofender a nadie, aunque en mi pecho noté un sentimiento de ligera culpabilidad. Este se fue intensificando hasta el punto en que, llegada Montse, tuve que pedirle que detuviese la clase: Me encontraba muy mal.

Pedí irme a casa, pero Montse tenía resentimiento hacia mí, de modo que no me dejó. Ya saben, lo típico.

Y allí seguía yo, cada vez con un dolor más y más agudo- sin saber qué lo provocaba- hasta que sentí que algo me bajaba garganta abajo y, entonces...

Para alguien que me hubiera estado observando, simplemente hubiese descrito que me había desmoronado y había tenido un fulminante ataque al corazón, pero para mí era el equivalente a sentir que una central termonuclear se me había colado en los pulmones y me estaba abrasando la garganta y reduciendo mi vida a una ligera atadura con la realidad. No podía ver más que un color rojo cada vez más intenso, no podía respirar... De repente noté un soplo de aire frío en mis pulmones. No fue gracias a mis esfuerzos para respirar, era algo externo, y fue la sensación más liberadora y agradable que jamás he tenido, aunque después vino acompañado de alguien que me estaba sacudiendo desagradablemente el pecho.- ¿Es que mis compañeros no me van a dejar en paz hasta que muera?- pensé en algún rincón de mi subconsciente, ya que me estaba debatiendo inútilmente para respirar.

Las piernas se me entumecían, los brazos también y me sentía con el cerebro embotado, además del dolor que me impedía el movimiento, el pensamiento y que dentro de poco me impediría la existencia. Entonces volvió a pasar; noté otro soplo de aire en mis pulmones y otras tantas desagradables sacudidas en mi pecho. Durante los siguientes diez minutos entré en un mortífero bucle de estas dos acciones; primero un soplo de aire, después unas sacudidas en mi pecho. En el décimo minuto no tenía ni idea de si estaba vivo o muerto, y obviamente mucha menos idea de lo que estaba pasando. De repente escuché unas voces de unos mayores que hablaban, hablaban de algo, pero no sabía el qué, no podía pensar, el soplo de aire no llegaba, iba a perecer (si no estaba muerto ya)...

Y recibí una descarga. ¿Eran así los últimos compases de la vida de las personas? ¿La gente moría sintiendo una descarga eléctrica? Me convulsioné, en medio de un arduo sufrimiento, para escapar de ella. Lo conseguí (o eso creía yo) con mis últimas fuerzas y la temperatura en mi pecho volvió a su estado normal. ¡Qué alivio! ¿Estaba vivo? ¿Muerto? No lo sabía, pero me encontraba muy bien, como si estuviera flotando encima de una cómoda sábana de seda.

Propósito de VidaWhere stories live. Discover now