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Luché contra las sogas débilmente, inútilmente, pero lo único que logré fue hacer que la corteza del árbol se enterrara en mi espalda desnuda aún más. Cada vez que me movía, estaba segura de que podía sentir a mi piel encogiéndose, amenazando con partirse. No tomó mucho para que los insectos me encontraran y se dieran un festín con mi piel expuesta, dejando un rastro de ronchas rojas enfurecidas. A veces se sentía como si se estuvieran enterrando en mi piel, arrastrándose por debajo de ella, devorándome desde adentro hacia afuera. La sed ardía en mi garganta, el hambre hacía eco en mi estómago vacío y todo me picaba y me dolía y no hallaba consuelo.

En algún lugar cercano, bosque arriba y fuera de vista, podía escuchar a una de las chicas —quizá Gloria— gritando. Estaba rogando por ayuda, rogando por que alguien la encontrara, y casi le grité que se callara. Nadie iba a venir; si yo me había dado cuenta de eso, ¿por qué ella no lo había hecho? Apreté los ojos, tratando de bloquear el ruido, y recosté mi cabeza contra el árbol.

Las horas pasaron lentamente. La única forma en la que podía estar segura de que el tiempo se estaba moviendo era por medio del alargamiento de las sombras y la oscuridad terminal que se infiltró dentro del bosque. Usualmente, hubiera estado aterrorizada ante la idea de estar sola en la intemperie después de que había caído la noche, y mi imaginación se habría desenfrenado, convirtiendo cada arbusto en algún tipo de monstruo que solo estaba esperando para atacar. Pero ahora no había lugar para más temor, ni había energía para conjurar bestias ficticias. Ni siquiera podía animarme a llorar.

No hubo descanso, solo un aturdimiento nebuloso. Y después de que Gloria —o quienquiera que fuese— se quedara callada y el silencio acobijara el bosque, algunas voces empezaron a resonar en mis oídos; débiles al comienzo, pero tornándose más estridentes, más enfadadas. Mi madre, Ashley, Carolyn.

—¡Cerdita pequeñita!

—¡Asquerosa!

—¡Gorda, floja, débil!

El coro siguió y siguió, rebotando por mi mente hasta que era lo único que escuchaba. No podía luchar contra ellas, no podía hacer que se detuvieran. Dieron vueltas y vueltas hasta que estaba enferma y mareada con el sufrimiento, la culpa y el autodesprecio. Yo en verdad era todas esas cosas; lo era, lo era, ¡lo era! ¡Si hubiese sido más fuerte, más capaz, esto nunca hubiera pasado!

No me di cuenta de que había empezado a golpear el reverso de mi cabeza contra el árbol hasta que las voces se diseminaron, rotas por el crujido de mi cráneo contra madera. Me obligué a detenerme, torciendo mi cabeza de lado a lado y respirando con esfuerzo.

«Estoy quedando loca», suspiré y reí suavemente, amargamente, a través de las lágrimas que aún lograron escabullirse.

Hace un rato, había pensado que iba a poder resistirlo, que podría demostrarles a todas que estaban equivocadas; superar cualquier cosa. Ahora sabía cuán equivocada había estado. ¿Cuántos días habían pasado desde que comí algo real? ¿Cuánto tiempo desde que dormí realmente o me bañé o hice cualquier cosa incluso remotamente humana? No pudo haber sido mucho más de una semana, una semana y media, pero me pesaba como una eternidad.

Para mantener las voces a raya, traté de pensar en una canción, cualquier canción, pero no le pude encontrar sentido a ninguna de las letras revueltas que trataron de emerger. Más bien, comencé a tararear sin melodía, simplemente una corriente sostenida de ruido para rellenar los espacios en mi cabeza.

—¿Natalie?

Alcé la mirada abruptamente, no del todo segura de si había escuchado mi nombre.

—¡Natalie!

Ahí estaba de nuevo, viniendo desde algún lugar opuesto a mí. Me incliné hasta donde la soga me lo permitió, lo cual no fue mucho, y entrecerré los ojos, tratando de ver a través de la oscuridad. Una sombra se separó de un árbol, pequeña y redonda, y se escabulló hacia mí.

CAMPAMENTO PARA GORDAS | S. H. COOPERWhere stories live. Discover now