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Fui una adicta. Lo negué por mucho tiempo, inventaba excusas acerca de por qué lo que estaba haciendo estaba bien. Me convencí a mí misma de que no estaba haciéndole daño a nadie, así que realmente no importaba. Todas las justificaciones típicas que son exclamadas desde las profundidades de una espiral descendente. Cuando mamá lo notó, lo atribuyó al síndrome del hijo del medio y dijo que era una treta para conseguir atención. Papá lo hizo a un lado, opinando que había cosas peores. Mis hermanas estaban demasiado ocupadas siendo perfectas como para hacer un comentario.

Papá tenía razón, en cierta forma. No era como si me estuviera prostituyendo en esquinas a cambio de metanfetamina ni nada de eso. Definitivamente había cosas peores que comer hasta enfermar. Lo que había empezado como merendar por consuelo —para lidiar con una combinación de autoestima pobre y acoso escolar— se transformó lentamente en una necesidad, una compulsión, una picazón que no me podía rascar del todo.

No podía ver comida sin que sintiera el deseo de metérmela en la boca como un intento vano para llenar el vacío que se revolvía en mi estómago. Y cuando sí me dejaba llevar, había una excitación sin igual y el deseo era silenciado, incluso si sólo era así de forma temporal. Me sentía muy culpable, sabía que lo que hacía estaba mal, y eso solo me incitaba a hacerlo más. Estaba atrapada en un ciclo vicioso de autodesprecio perpetuado por la única cosa que me podía hacer sentir mejor: comer.

Se volvió embarazoso muy rápido. Traté de ser discreta, comiendo porciones normales frente a los demás, para luego atiborrarme detrás de puertas cerradas hasta que sentía que podría vomitar. No era capaz de verme en un espejo sin querer llorar. Mi rostro se estaba volviendo más redondo, se hacía más difícil ponerme mi ropa y mis hermanas empezaron a preguntarme si estaba reteniendo agua. Esa era su noción de tacto. Mamá era incluso más directa.

—Te estás poniendo gorda —dijo una mañana durante el desayuno.

Kelly y Jasmine fingieron interés en sus cereales, pero pude ver sus sonrisas entretenidas. Me tragué las lágrimas y me encogí de hombros. Nunca había sido delgada, algo que mamá priorizaba, y era un tema delicado entre nosotras. No importaba lo que intentara o lo que me hiciera hacer, simplemente nunca podía rebajar al tamaño ideal que ella y mis hermanas tenían.

—¡Es asqueroso, es holgazán, es descuidado! ¿Eso es lo que quieres que las otras personas piensen de ti? ¿O de tu familia? ¡Casi tienes diecisiete años, por el amor de Dios!

—No —murmuré.

—¿Entonces qué harás al respecto?

—He estado intentando, mamá...

—¿Intentando avergonzarme? Porque has estado haciendo un buen trabajo en eso. Cathy Mulrooney te vio en la piscina del club la semana pasada, ¿y sabes qué fue lo que me dijo? Dijo que parecía que realmente estabas disfrutando tomarte el verano libre para relajarte. ¡Fue tan insidiosa! ¡Quise arrastrarme debajo de una roca y morirme, Natalie!

—Lo siento.

—Si lo sientes tanto, entonces baja la cuchara y ve a correr.

Sí corrí, todo el camino hasta mi habitación, en donde me encerré y desenterré la provisión de golosinas que mantenía escondida detrás de mi clóset. Me senté en el suelo y traté de ahogar las palabras frías y agresivas de mamá con el crujido ruidoso de papitas y caramelos, pero solo las hice más audibles. Capté una mirada de mí misma desde el espejo que colgaba al reverso de mi puerta, y me detuve —con una mano aún en la bolsa de mini Snickers—. Mamá tenía razón, era una cerda. Asquerosa, fea e imposible de amar.

¿Cuán suertuda fui, entonces, cuando me dijo días después que tenía una solución?

—Si no lo resolverás tú, lo haré yo. —Había entrado a mi habitación mientras estaba limpiando y me tiró unos panfletos en la cama.

CAMPAMENTO PARA GORDAS | S. H. COOPERWhere stories live. Discover now