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Caliel volvió a sentir esa sensación de angustia instalándose en su interior. No era la primera vez que le sucedía y creía que tenía que ver con la imperiosa necesidad de defender a Elisa. Sin embargo, era esa misma sensación la que lo había llevado a actuar el día del accidente, cuando ella era tan solo una niña.

Podía ver con claridad los dedos del muchacho atrapar la muñeca de la joven, así como también palpar el terror que la estaba tomando presa en ese momento. Los demás se acercaban a ella y pronto no habría escapatoria. Sus sentidos —más desarrollados que los de los humanos—, lo llevaban a percibir que una patrulla se acercaba y que en algunos minutos más estaría en el sitio, pero era probable que fuera más tiempo del que esos chicos necesitaban para hacerle algún daño a Elisa.

Necesitaba intervenir. Sabía que no debía hacerlo, conocía las reglas al pie de la letra, pero en aquel momento debía hacer algo con urgencia antes de que su protegida resultara herida, afectada de verdad.

Fue por eso mismo que, concentrándose, utilizando la potencia de la energía que residía en él, hizo que uno de los focos —el que estaba justo sobre la cabeza del chico que sujetaba a Elisa— estallara con facilidad. La explosión de la bombilla causó que los vidrios cayeran destrozados alcanzando a algunos de los muchachos que gritaron ante la sorpresa y el fuerte estallido. Entonces, el chico que la retenía la soltó y Caliel aprovechó para impulsarla a huir.

—¡Corre! —exclamó junto a su oído, pero Elisa estaba petrificada por el susto—. ¡Vamos, Elisa, corre! —insistió con algo parecido a la desesperación.

La chica sintió una fuerza cálida que la envolvía haciéndola volver en sí y echó a correr justo en el momento en que las luces de la patrulla se acercaban a la zona. Los muchachos, al percatarse de la presencia de la policía, empezaron a dispersarse entre las calles oscuras, olvidando por completo a Elisa y las despreciables intenciones que tenían para con ella. La joven corrió por cinco cuadras sin detenerse, movida por la adrenalina y el temor que la habían inundado minutos atrás. Caliel intentaba que se detuviera diciéndole que ya estaba fuera de peligro, pero ella seguía corriendo y no pensaba parar hasta llegar a su hogar.

Una vez allí, intentó abrir la puerta lo más rápido posible, pero tenía el cerrojo echado y las manos le temblaban al intentar ingresar la llave a la cerradura.

—¡Cálmate! Ya estás a salvo, Elisa —repetía Caliel. Sin embargo, Elisa parecía no escucharlo.

Una vez que la llave entró y se vio en la seguridad de su casa, la chica se encaminó directo a su habitación. Abrió la puerta, ingresó y luego la cerró de golpe, como si con ese gesto pudiera dejar a Caliel afuera. El ángel —que ya la conocía de sobra— sabía que estaba enfadada, así que luego de darle unos minutos para que se calmara, entró tras ella como siempre y sin necesidad de abrir la puerta.

—¿Qué sucede? —preguntó al verla sentada en la cama sollozando.

Elisa alzó el rostro luciendo furiosa y con los ojos colorados por el llanto.

—¡Me asusté mucho! ¡Estaba aterrada y no hiciste nada! —gritó enfadada. No dejaba de frotar el dije entre sus dedos—. ¿Para qué quiero un ángel de la guarda si no me va a cuidar? ¡Mejor sería contratarme un guardaespaldas! —exclamó. Caliel solo suspiró y negó con la cabeza.

—Sabes que existen reglas, Elisa. Te las he explicado un millón de veces.

—Me pudieron haber hecho cualquier cosa, me pudieron haber matado —dijo ella sin dejarlo terminar—. Podrían haberme descuartizado y meter los pedazos en bolsas, repartirlos por toda la ciudad y nunca nadie encontraría mi cadáver. ¿Y tú? ¡Simplemente te hubieras quedado allí a mirar el espectáculo! —gritó exasperada.

Sueños de CristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora