1.1 -La práctica del exorcismo

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El interior de la iglesia italiana está débilmente iluminado. Las tres personas que esperan tímidas en los bancos de madera no pueden evitar escuchar los gritos de la sala contigua: «¡Maledetto!, ¡Maledetto!». La voz obscena de una mujer mezclada con murmullos de ultratumba resuena con fuerza gracias a la acústica del lugar. La acompañan sollozos y golpes contra el suelo que evocan las patadas de una bestia. Un tenue coro mixto recita, atropellado, oraciones en latín. Alguien convulsiona y luego un breve silencio aún más aterrador que todos los sonidos anteriores.

¿Cuál es su nombre? ―ordena la voz imperativa de una mujer mayor. Como respuesta un chillido que hace las veces de risa, la mujer repite la pregunta.

─Yo te maldigo.

―¡Diga su nombre!

─La zorra de tu madre ―responde un lamento gutural que se transforma en un grito agudo. Un objeto pesado se estrella contra el suelo y alguien vomita de nuevo. Pasos apresurados. La puerta se abre y sale una monja sonriente, saluda a los presentes y continúa su camino.

El muchacho de la primera fila, que no alcanza la mayoría de edad, mira nervioso al suelo y luego busca disimuladamente la salida, como si quisiera escapar al menor descuido de su madre, la mujer con el rosario que está sentada a su lado. Lleva rezando desde que llegó. El joven no se ve muy cómodo, no le gusta estar ahí. Suspira y mueve las piernas con desgano.

La monja apura el paso para regresar con lo que parecen ser toallas limpias, hace un gesto con la mano pidiendo paciencia: adentro no esperaban que la sesión demorara tanto, pero ya están por terminar. Entra nuevamente a la habitación y un olor nauseabundo se cuela con el movimiento de la puerta. Ya no hay más sonidos, parece que todo el ajetreo del interior se ha detenido. El lugar permanece tranquilo por un rato.

Luego de un cuarto de hora vuelve a salir la misma monja, sonriendo.

─Es tu turno, Benedetto ─se dirige al joven─. Pasen, por favor ―señala la habitación. La madre se levanta apretando las cuentas contra su pecho y Benedetto apura un último vistazo a la salida, antes de pasar por el umbral de la puerta que se cierra detrás de él.

Adentro de la habitación hay menos luz que afuera, la suficiente como para observar a las personas que allí se encuentran y al mismo tiempo entregarse en los misterios de la fe. La monja vuelve a su lugar en la pequeña sala que consta de un viejo sillón y tres pares de sillas ocupadas por igual cantidad de monjas y diáconos jóvenes que esperan las indicaciones de la mujer mayor. Al igual que ella, todos llevan en sus manos un rosario. El olor a desinfectante aturde los sentidos y se pega en la piel.

―Buenas tardes, Lorenza ─la anciana saluda a la madre con un apretón cálido.

─Buenas tardes, madre Ferreti ─Lorenza devuelve el saludo con devoción.

Benedetto está acostado en la camilla, en el centro de todo. Una de las monjas, la regordeta, se levanta para sostenerle la cabeza y uno de los diáconos se acerca al costado para sostener sus manos como precaución, por si se pone violento.

La madre del muchacho permanece de pie.

─¿Continúa el movimiento de los muebles en la casa? ─pregunta la anciana.

─Si madre Ferreti, siempre en la noche ―le responde, apesadumbrada, la madre del muchacho.

La respuesta le hace fruncir el ceño a la exorcista: después de casi un año de trabajos espirituales tendrían que haber cesado ese tipo de manifestaciones. Hace un gesto con la mano y Margueretta, la monja que los había hecho pasar, le entrega un recipiente con agua bendita. Ferreti bebe un poco y rocía a Benedetto con el sobrante.

Traza varias veces la señal de la cruz sobre la frente del joven para luego golpearlo con la yema de los dedos.

─¿Cuál es su nombre? ─pregunta acercando su oído a la boca de su paciente. No hay respuesta, Benedetto se mueve incómodo─. ¿Cuándo ha entrado aquí? ─nuevamente silencio─. ¿Cuáles son sus intenciones? ─el joven la mira inquieto─. Con el ayudo de Juan Pablo II y con el ayudo de la Virgen María libera a Benedetto ─repite varias veces golpeándole continuamente la frente. Benedetto suda y arruga el rostro con expresión de dolor. Agita las piernas frenéticamente. Los otros dos diáconos se apresuran a sostener las extremidades inferiores del muchacho para evitar cualquier daño que pudiera causarse a sí mismo o a la mujer.

─Libere a Benedetto ─ordena Ferreti.

El cuerpo de Benedetto se rebela aún con más fuerza; su torso se retuerce. La monja regordeta se encarga de que no lastime su cabeza, mientras tanto, otra sostiene un recipiente por si el joven escupe o vomita, pero solo suelta gases. El ambiente se carga como si se tratase de una nube de tormenta; el aire se enrarece. Benedetto cierra con fuerza los ojos y permanece así durante un momento hasta que decide usar el padrenuestro para deshacerse de aquello que lo oprime por dentro.

Lo repite tres veces o tal vez cuatro, está tan frenético que casi no se pueden distinguir las palabras que usa.

Finalmente lanza un grito y se relaja de a poco.

Respira con fuerza tratando de llenar nuevamente de aire sus pulmones. Ahora que su cuerpo yace flácido sobre la camilla, ya no es necesario que lo sostengan para impedir sus movimientos. Todo ha terminado por esta ocasión.

Aunque sabe muy bien que en dos meses, cuando vuelva, tendrá que experimentar nuevamente el mismo proceso.

Quienes están presentes rezan un avemaría y él los acompaña temblando, casi sin voz. Al finalizar la oración se sienta en la camilla con ayuda de dos hombres. Busca de nuevo la salida con la mirada: necesita aire, quiere escapar de ahí.

─¿Se siente mejor? ─él asiente con la cabeza, la garganta le duele por lo que prefiere no hablar.

─Recuerde, Benedetto: un exorcista le ayuda, pero solo puede sanarse con la intervención de cristo. Rece todos los días, es la única arma contra aquello que porta ─aconseja, severa, la anciana sosteniéndose en su bastón.

Abre la mano del muchacho y le entrega una lista con las oraciones que debe realizar antes de su próximo encuentro. Con ellas mantendrá debilitado al demonio que lo posee y podrá llevar una vida normal.

─Madre ¿qué hacemos con los muebles? ─pregunta Lorenza.

─Agua bendita ─responde estrechando su mano para despedirse─. Que el señor la bendiga y a su hijo también. En el nombre del Padre, del hijo y del espíritu santo, Amén. ─Hace la señal de la cruz con la mano y luego señala el camino hacia la sala de recuperación, donde estarán hasta que Benedetto se reponga del todo.

Dosdiáconos ayudan a caminar al chico que a duras penas se puede mantener en piepor sí mismo. Lorenza, por su parte, agradece varias veces a los presentesantes de retomar la oración que había interrumpido al entrar. 

La danza del carnero [Tomo I: Grimorio]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora