Crónica insignificante - Capítulo 4 (PARTE 2) - Domingo

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―Joder con la abuela…

Mi madre aparece en el salón secándose las manos en el mandil.

―Bueno, pues si sus majestades ya han llegado, me voy a misa… Marcelo, muéveme el cocido de vez en cuando… Con cuidadito. Si no os importa me voy a misa… Y échale un poco de agua si ves que se va secando.

Mi madre hace el cocido como si estuviéramos en un cortijo, a fuego lento, durante toda la mañana. La verdad es que el final del camino merece la pena.

Mi padre se sienta al lado de la niña y mira los dibujos como si realmente estuviera interesado en ellos. Yo me voy a la cocina, no me gustaría cagarla con la comida. Podríamos colmar el vaso.

Al final ha habido suerte, mucha suerte. Ni en mis sueños más húmedos imaginaba ayer, mientras me despedía de la grúa que se llevaba el coche de mi padre, que un par de horas después de levantarme, todo el mal iba a estar deshecho. Cómo en una película marcha atrás, cómo si no me hubiera tomado ni una sola cerveza, ni un solo vino. Como si no me hubieran parado ni me hubieran hecho soplar por aquel endemoniado aparato. Como si el Presidente de la Real Academia de la Lengua no me hubiera visto, ni me hubiera obsequiado con su afinado uso de la gramática.

¡Abracadabra!

El destino y las providenciales amistades de mi padre me han dado otra oportunidad. Cómo iba yo a saber hace quince o diecisiete años que aquel barrigón que bebía y jugaba a las cartas con mi padre me iba a librar de un trago tan amargo.

Un par de carantoñas a Diana y un par de visitas a la cocina consumen el tiempo que tarda mi madre en volver de misa… acompañada.

Normalmente Don Severo es el que dice la misa de una. Pero cuando viene a comer a casa es Don Raúl, el cura, digamos, suplente, el que dice la misa más importante de la semana. Don Raúl es joven y lleva un par de años en el barrio, de esta forma, Don Severo, le va dando minutos y deja que los fieles se vayan familiarizando con el nuevo. Lo cierto es que mientras Don Severo siga por aquí, el otro siempre será el nuevo. Por mi parte, no sería capaz de concretar cuál de los dos me resulta más repelente, si Don Severo con su enorme barriga y su infinita prepotencia o Don Raúl con su recurrente afición por el deporte y su insoportable campechanía fingida. Por lo menos agradezco que no puedan estar los dos juntos en el ágape dominical de Doña Amelia. Sería demoledor imaginar a la feligresía indefensa y desatendida el día más importante de la semana.

―¡Hombre, Marcelo!... Veo que sigues por aquí…

Me tiende la mano a la vez que mira hacia la cocina, puedo apreciar perfectamente cómo los orificios de su nariz se expanden para recibir con más claridad el olor del guiso. Entrecerrando los ojos, sin esperar que yo responda nada. Entonces vuelve a hablar.

―¡Oh! Ese bendito aroma. Esos garbanzos y esa carne. Qué alegría que llegue este día para volver a casa de mis queridos amigos.

Vive en un sermón continuo. Sin descansos. No se baja del burro ni aunque se le esté cayendo la baba pensando en la delicia que está a punto de endosarse.

Ni me molesto en contestarle. Ya va de camino al salón, para tomar posiciones ante la que se le avecina.

―Marcelo, abre la mesa y pon el mantel… el del cajón de abajo ― mi madre se enreda en la cocina mientras mi padre pone toda su buena voluntad en tratar de ayudarla.

Dos cosas importantes cuando viene el cura: hay que abrir la mesa para que quepa toda la comida y todos los platos del despliegue que mi madre está a punto de realizar y, además, hay que poner el mantel bueno, el del ajuar, el de los bordados a mano, el que hizo la abuela María Antonia, que era una virtuosa con la aguja. Si alguien merece disfrutar de tal agasajo no puede ser otro que el representante de Dios en el barrio.

Crónica insignificante - Emilio Casado MorenoWhere stories live. Discover now